Solemos usar la palabra ‘corazón’ para referirnos a aquel íntimo lugar, ubicado en el más profundo centro de nuestro ser, donde nacen y residen todos nuestros sentimientos, principalmente el amor. La fuerza del corazón humano es indecible. Su resiliencia es sorprendente. Su capacidad de amar es admirable. Un corazón abierto a los hermanos, por más herido que esté, cuando es ayudado por la gracia, es capaz de amar mucho e ir a incendiar el mundo entero en una auténtica revolución de ternura y compasión. Es fuente de grandes deseos que dinamizan la vida pues, como diría san Agustín, «con el deseo se ensancha el corazón, cuanto más ancho se hace más capaz es de recibir la gracia» y hacerla germinar en frutos de servicio en favor de los que sufren. Paradójicamente, al mismo tiempo que nuestro corazón es fuente de luz, también es el origen de las tinieblas de donde salen las malas intenciones en contra de la fraternidad y la comunión (Mt 15, 19). Un corazón cerrado, inevitablemente se va endureciendo hasta convertirse en una árida roca incapaz de sentir e incapaz del encuentro. De ahí la importancia de pedir el conocimiento interno de Jesús, como nos recuerda san Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, para que conociéndolo podamos amarlo más, servirlo mejor y tener los mismos sentimientos de su corazón (Flp 2,5).

Fuimos creados para el amor y nuestro corazón estará siempre inquieto hasta que descanse en Dios. Sólo en el corazón de Jesús puede encontrar sosiego nuestro abrumado corazón. Sólo en Su corazón puede encontrar paz nuestro turbado corazón. En Su corazón puede sanar nuestro herido corazón. Sólo en Él y con Él, nuestro corazón puede abrirse a la confianza que vence todos nuestros apabullantes miedos. En su traspasado corazón es donde podemos encontrar el centro de su misericordia que no se cansa nunca de perdonarnos y nos mueve continuamente a perdonar a quienes nos han ofendido. En el corazón de Cristo es donde aprendemos a amar sin límites, confiar sin límites y perdonar sin límites… una vez, otra vez y siempre.

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús no es una devoción boba e ingenua; ya diría santa Teresa de Jesús «de devociones bobas nos libre Dios» (V 13,16). Tampoco es una romántica y superficial ocurrencia teñida de colores pastel y de ositos de peluche. No malbaratemos ni desdeñemos esta devoción que tiene su origen en el corazón traspasado de Cristo (Jn 19, 31-37). Devoción que creció en el medioevo, inició su culto más ferviente en el siglo XVII con santa Margarita María de Alacoque quien, acompañada por el jesuita san Carlos de la Colombiere, escucharía «¡He aquí el Corazón que tanto ha amado a la humanidad!» Esta misma devoción ha llegado hasta nosotros por la fe que nos han heredado nuestros padres y abuelos. Dejémonos conducir por esta sabiduría de nuestros ancianos quienes, como dice el Papa Francisco, nos comparten «su experiencia y su capacidad de ‘razonar’ con el corazón». Y aunque podamos afirmar ingenuamente que, ‘se razona sólo con la cabeza’. No, no es verdad: ‘se razona con la cabeza y con el corazón’. Es una capacidad que podemos desarrollar y una gracia que estamos invitados a pedir: ‘la capacidad de razonar con el corazón’; pues cuanto más cerca estamos del corazón de Jesús, más capaces somos de sentir compasión. Confiemos en que el Corazón de Cristo es tan grande que, si así lo queremos, es capaz de acogernos a todas y todos. ¡Sagrado Corazón de Jesús, en ti confiamos!

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