La imagen de un Jesús repeinado, triunfante y frío ha vaciado una devoción que es síntesis de nuestra fe: la encarnación de un Dios implicado de tú a tú con la humanidad, que no observa pasivamente sino que se “remanga”, camina a nuestro lado, haciendo su corazón carne a la vera del sufriente. En ese horizonte nace el encuentro y brota una oración bellísima de liturgia cotidiana, que habla de un amor infinito, gratuito, sincero y de diario.
Nos dicen de Dios que “ve con ojos de misericordia”, que tiene un corazón como el nuestro. ¿Qué tiene eso que ver con la misericordia? Hija del latín, es la unión de miser (viene a significar desdicha) y cor-cordis (corazón), y traduce la imagen del corazón cercano al sufrimiento, a la debilidad. Proyecta la capacidad para poner el corazón en medio de la desgracia ajena. Esto es mirar el sufrimiento cara a cara, con el centro donde guardamos lo que amamos, lo que nos cautiva. Con el corazón.
Entregarse por alguien; sostener al que llora; vivir con gratuidad; perdonar; comprometerse, construir… son formas de poner el corazón en juego, de practicar misericordia, de AMAR. Quizás esto nos ayude a dar sentido a la fiesta del Sagrado Corazón.
Esta devoción invita a dejarse acompañar por Él; no buscar su lógica sino dejarnos descansar en ella, expresión de la plegaria que nuestras abuelas recogían en un murmullo:»Corazón de Jesús, en Vos confío»; supone confiarse a sus manos. Vivir día a día la Contemplación para alcanzar amor de San Ignacio. Ser conscientes de que somos infinitamente queridos, esperados, acompañados… y entonces, entender que el amor de verdad no supone conquista, sino entrega a los demás, supone lanzarse, apostar, abrazar, acoger… como el corazón de Jesús.