Es verdad que donde dos o más se reúnen en nombre de Dios, ahí está ÉL (Mt 18,20); también es verdad que donde dos o tres se juntan, hay diversidad y puede haber conflicto. Pero, no hay que temer al conflicto; ni a las diferencias. Hay que temer, más bien, a cerrarnos al diálogo y al encuentro. Hay que temer a no ser capaces de mirar a los ojos a los demás y no reconocer en ellos la presencia de Jesús. No caigamos en la tentación de la ley del hielo, ni en la tentación de levantar muros que nos aíslen de los que no coinciden con nosotros y cuestionan nuestros modos; menos aún, no caigamos en la tentación de la maledicencia, de la murmuración y del canibalismo.
¿En qué momento hemos normalizado el canibalismo? ¿En qué momento la costumbre de hablar mal de los demás se ha hecho más fuerte que el mandamiento del amor? Lo digo y lo sostengo: hablar mal del prójimo, sea quien sea y aunque lo que diga sea verdad, es comer carne humana. La maledicencia es el pecado de los cobardes; de aquellos que no tienen el valor moral suficiente, ni la caridad cristiana necesaria para hacer a los hermanos una corrección fraterna y frontal, como nos lo pide el Evangelio (Mt 18, 15-17).
Una persona con una lengua sin caridad puede ser venenosa y mortal, ya nos lo diría el apóstol San Pablo citando algunos salmos: “sepulcro abierto es su garganta, con su lengua urden engaños. Veneno de áspides bajo sus labios; maldición y amargura rebosa su boca” (Rom 3, 13-14). Sigamos el consejo de San Juan de la Cruz que nos invita a “callar y obrar (en humildad y caridad). Porque el hablar distrae (más aún el hablar mal), y el callar y obrar recoge y da fuerza al espíritu”. Ojalá que antes de pronunciar nuestra próxima oración a Dios, nos detengamos un momento para examinarnos y, si hemos comido carne humana hablando mal del hermano, que tengamos el valor de arrepentirnos, pedir perdón y convertirnos.