Hace unos pocos días, en la Catedral de Oviedo un hombre se liaba a paraguazos con dos sacerdotes y el sacristán ante la negativa de poder recibir la comunión en la boca, algo que por otra parte es una directriz de varias diócesis en estos tiempos de pandemia. El hecho del paraguazo ya es de por sí lamentable –a mi me lleva a pensar que este hombre no estaba bien de la cabeza, aunque nunca se sabe–, pero que en algunos foros, lejos de producir rechazo se vea totalmente justificado, es más lamentable aún.

En unos casos los que lo jalean es porque cualquier golpe a un cura lo ven como bien dado. Yo me pregunto qué hubiera pasado si hubiera sido un sanitario el que se llevase los paraguazos por pedir a alguien que se ponga la mascarilla en el metro –que ya pasó, pese a que en aquella ocasión fueron puñetazos–, si hubiese sido una profesora la increpada por unos padres negacionistas –que también pasó– o cualquier otra agresión por motivos varios –que ocurren todas las semanas–. Con detalles como este vemos cómo hay un doble rasero entre la tolerancia que se predica y la tolerancia que se aplica, o al menos en cómo la vivimos. Detrás de esta hipocresía está la manía de considerar a los cristianos como un punching ball, en el que cabe todo tipo de bromas, mofas y agresiones, porque en principio tenemos que poner la otra mejilla.

Pero quizás lo más triste no se queda ahí, pues atacar a los cristianos no es un invento de este siglo, aunque alguno se crea el inventor. Es casi más triste el contrasentido de quienes lo jalean desde dentro, viéndolo como una reivindicación profética. No comprendo la lógica del que rompe la comunión con sus hermanos con violencia –en obras y palabras– porque no le dejan recibir precisamente la comunión a la boca en medio de una pandemia mundial. Es la enésima historia de algunas personas que aun queriendo vivir el Evangelio dentro de la norma, traicionan al Evangelio y traicionan la norma, pues les aleja del hermano y de la salud de la comunidad, de la unión a la que aspiramos en la Iglesia y, lo más grave, del sentido profundo de un sacramento que apunta hacia el amor a Dios y al prójimo.

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