Vivimos en un mundo diverso. Incluso el colegio aparentemente más homogéneo muestra esa diversidad en sus aulas. Convivir diariamente con compañeros que piensan diferente, apoyan a un equipo de fútbol contrario al nuestro, tienen otros gustos de música o ropa, o una opinión política distinta a la nuestra muchas veces nos hace levantar muros hacia ella. Y esto a veces es peligroso, porque sin querer podemos caer en la trampa de creernos mejores, de pensar que llevamos la razón y que la otra persona vive equivocada. Estas diferencias no dejan de ser límites que existen en nosotros que nos impiden relacionarnos de manera más humana con quien convivimos.

¿Por qué nos cuesta tanto ver estas fronteras como puntos de encuentro e intercambio?

Desde hace unos años les digo a mis alumnos que el éxito de la clase no está en la media académica, en las medallas de final de curso o en la cantidad de partidos que hayan ganado en la temporada… Ni siquiera en el silencio que hayan mantenido después de una suplencia. El éxito de una clase, o de un curso, está en no dejar a nadie fuera.

Veo a Dios en el aula cada vez que alguno se atreve a compartir su vida con el resto. Cada vez que observo cómo dos alumnos que en una situación normal no se hubieran dirigido nunca la palabra, colaboran en el mismo trabajo para que salga adelante su grupo. Lo veo cuando alguien observa que una persona está sola e intenta poner remedio. También cuando alguno que vive “alejado entre la multitud”, se acerca y comparte sus dudas de fe. Y tantos otros momentos que hacen que como profesora me sienta inmensamente privilegiada por ver la transformación que hace Dios en sus vidas y que aprenda a valorar esas “fronteras.

Te puede interesar