Si nos preguntasen cuál es la imagen que nos viene por primera vez a la mente cuando escuchamos la palabra «migrante», probablemente surgirían alguna de estas tres imágenes: un joven africano saltando la valla, una patera llena a rebosar de personas, o una madre con hijos huyendo de la guerra.

Quizá esos rostros sin nombre, lejanos, que aparecen como una noticia más del telediario (o ya ni eso), son una de las realidades sufrientes de nuestro mundo de hoy. La de los desplazados, migrantes, refugiados…

Pero la invitación de hoy no es sólo a mirar esas fronteras más mediáticas; también existen fronteras más invisibles dónde tenemos mucho que hacer. Podemos buscar imágenes más cercanas, a nuestro alrededor: el compañero de pupitre o de trabajo, el vecino del primero, o la persona que se sienta a nuestro lado en la iglesia. Ahí también ponemos fronteras que, muchas veces, son difíciles de superar.

A menudo sentimos miedo a lo diferente, o tal vez vergüenza o desconfianza ante una persona desconocida. O quizá sintamos interés, o compasión, que nos permitan dar el salto para encontrarnos con personas que tienen un nombre, una historia y un rostro muy diferentes a nuestros círculos habituales.

Estamos invitados, como hizo Jesús con la samaritana, a superar las fronteras personales. A no quedarnos en lo superficial, en el color de la piel o en el acento, sino a profundizar hasta valorar la dignidad de cada persona más allá de nuestros prejuicios y estereotipos iniciales. Cada encuentro con el otro es una oportunidad para crecer, para aprender y para descubrir la riqueza que se esconde en la diversidad. Que nuestro caminar esté marcado por la cercanía y el compromiso de hacer de este mundo un lugar más justo y humano, donde cada persona, sin importar su origen, pueda encontrar un hogar en nuestro abrazo sincero.

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