Miedo a la violencia. A gobiernos opresivos que hacen del conflicto su modo de vida. La pobreza convertida en jaula. Abusos de todo tipo. Intolerancia que va por barrios y que se convierte en motivo para la persecución. En unos lugares se persigue a los cristianos. En otros a los musulmanes. A las mujeres que piden cambios. A las minorías, del tipo que sean. Etnia contra etnia. Clase contra clase. Agravios centenarios que rebrotan.

Y la consecuencia, de un modo u otro, mucha gente en los caminos. En desiertos, bosques, mares. En las fronteras, convertidas en parapeto, empalizada, muro, o alambrada en tantos lugares de nuestro mundo para evitar que entren «los otros». Con argumentos más o menos claros. Se habla de efectos llamada, de buenismo, o de simple y llana indiferencia: «No son nuestro problema». Pero también hay mucha, mucha gente deseando dar respuesta. A veces la hostilidad de algunos silencia la disposición a la acogida de otros muchos.

¿De qué huyen? ¿Qué buscan? 70 millones de refugiados en el mundo, según ACNUR. El doble que hace 20 años. Cada rostro es una vida, una historia, muchos sueños y algunas pesadillas (o muchas pesadillas y algunos sueños). Otros rostros que se han dejado atrás. La búsqueda de supervivencia. La pelea por encontrar un sitio donde el miedo al mañana no sea tan fuerte como para obligarte a huir. Esperanza para los propios hijos. Derechos que se anhelan.

El mundo, en su origen, no tenía fronteras. Quizás tribus nómadas se desplazaran y peleasen por el territorio, pero, si miramos la historia desde este punto de vista, es curioso el progresivo trazado de fronteras, identidades, y la cada vez mayor capacidad del ser humano para convertir dichas fronteras en inexpugnables. La vigilancia, los papeles, lo legal, cada vez marcando más diferencias, más –o menos– privilegios, derechos, oportunidades, calidades de vida. ¿Hasta dónde llegará? Muchas distopías hablan de escenarios más fragmentados aún, donde las barreras son ya insalvables. Quizás seamos todos los que necesitamos huir. De las burbujas que nos aíslan en el entretenimiento. De la voracidad de un sistema que nos hace exigir cada vez más, volviéndonos insensibles a quienes no tienen nada. De la ceguera cómoda de un mundo sin vistas a la intemperie. De la crueldad de un «sálvese quien pueda».

Hay lugares que son infiernos. El día del refugiado nos recuerda que, si no somos capaces de trabajar juntos por el bien común (de la humanidad), estamos fallando al que quizás sea nuestro primer deber.

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