Nuestro papa Francisco nos dice: “Es hermoso que las fronteras no representen barreras que separan, sino zonas de contacto”. Como buenos cristianos escuchamos estas palabras y nuestro bien pensar nos lleva al trabajo en las fronteras físicas con vallas de alambre, al diálogo interreligioso abierto, a la reflexión fe-cultura más razonada. Somos muy buenos echando balones fuera y algo peores para afrontar nuestras limitaciones hacia adentro.
Hablo de las fronteras de división, y no de contacto, que nos colocamos dentro de nuestra Iglesia. Tenemos multitud de movimientos, una diversidad enorme de vivir una misma fe. Una verdadera riqueza fruto del Espíritu que une a un monje cartujo de silencio solitario y a una familia entregada al servicio más radical en una barriada de periferia. Puede ser normal que alguien ajeno a la Iglesia piense que estos dos ejemplos no son fruto de una la misma fe. Lo triste es que esto mismo pensemos dentro de la iglesia.
Cuando consideramos que nuestra manera de vivir la fe, -la mía, la de los nuestros, la de mi cultura es la buena colocamos una frontera no de encuentro y enriquecimiento sino de división eclesial. Nos convertimos fácilmente en los fariseos del siglo XXI apuntándonos unos a otros con el dedo índice diciendo “tú estás equivocado”. Quedarme en mi tierra, mi cultura, mi entorno inmediato de fe, mi espiritualidad es reducirme de tal manera que produzco sufrimiento allá por dónde paso.
En 1 Corintios 12,4 leemos “Los dones que recibimos son diversos, pero el que los concede es un mismo espíritu. Hay diversas maneras de servir, pero todas son encargo de un mismo Señor.”
Cuantas veces hemos oído (o hemos dicho, o pensado) “Si este celebra la misa yo no voy”, “depende quién dé los ejercicios iré”, “este no es de mi cuerda y paso de participar.” Cuando superamos esta frontera eclesial sí o sí crecemos. Decía un hombre sabio que si vas para oír lo que esperas oír nunca escucharás nada nuevo.
Quizá sea una paradoja, pero la diversidad siempre, siempre, siempre une. Necesitamos a otros como las nubes necesitan a los charcos para reconocerse, para saber unirse, para crecer.