Hace unas horas, Rafa Nadal, recordaba al maestro Manolo Santana en su felicitación a Carlos Alcaraz tras su victoria en Wimbledon, y resaltaba así el lado entrañable y familiar del deporte. Una gesta brillante, como otras tantas del balear, que nos recuerda la importancia del tesón, del respeto, de la excelencia y de la nobleza deportiva en estado puro. Los españoles podemos estar contentos porque en el ocaso de Nadal ha surgido un nuevo héroe, como si los dioses del deporte se hubieran puesto de acuerdo para que nuestro tenis no bajara el listón –todo esto en sentido figurado y sin connotaciones políticas, dicho sea de paso–.
Y creo que quizás aquí radica buena parte de su valor y de su éxito. Rafa es Rafa y Carlitos es Carlitos, por mucho que nos equivoquemos a la hora de ver el partido, o porque uno nos recuerde necesariamente al otro. Aunque uno herede el trono afectivo del otro, Alcaraz sabe que sólo puede ganar si es realmente Alcaraz, porque de lo contrario sería calzar el pie con el zapato equivocado. Al fin y al cabo, suceder a alguien no significa clonar a otra persona para que te reemplace y te sustituya porque no queda más remedio. Implica coger el testigo a tu manera.
Cada persona está llamada a desarrollar lo que plenamente es, lejos de carcasas o constructos externos, por eso el tenista es plenamente tenista cuando lo vive plenamente, y como lo debemos hacer cada hombre y cada mujer en nuestras respectivas vidas. Y esto no tiene precio, porque es la propia vocación. Es ahí cuando nos hacemos grandes, cuando ponemos nuestros talentos en juego y lo vivimos tal y como somos, con lo bueno y con lo no tan bueno, pero siempre dispuestos a mejorar y a dar lo mejor de sí.
Carlos Alcaraz, con tan sólo veinte años, ya ha empezado el camino, ojalá no deje de hacerlo nunca. Ojalá no dejemos de hacerlo nunca.