Los que somos de Valladolid y vivimos la Semana Santa, el Miércoles Santo por la noche tenemos una cita muy especial en el corazón de la ciudad. Es el Viacrucis Procesional de la Cofradía de Jesús Nazareno. Yo que lo soy, recuerdo los momentos de frío y oscuridad viendo pasar esas túnicas de terciopelo morado, ese Cristo doliente portando la cruz y el impacto de escuchar la voz dramática que reza las estaciones.
Son imágenes que, más allá de lo exterior, ayudan a adentrarse en el sentido de esta oración de gran devoción en la Iglesia. El caminar lento de la procesión parece la metáfora de aquel primer viacrucis de la Historia. El recogimiento cofrade contrasta tantas veces (y quizás cada vez más) con el ambiente de «picoteo» de los bares más céntricos. Pero así dicen que pasaría Jesús, en medio del ruido del mercado, de las gentes en su cotidianidad. Y entonces como ahora, no dejó indiferente a quien se encontró con su mirada.
Tal y como la conocemos hoy, la práctica del viacrucis viene de los ambientes franciscanos. Es uno de los frutos de ese gran deseo de llevar el Evangelio a la gente más sencilla. Que pudiesen ver, oír, tocar… ese Misterio de salvación que constituye el centro de nuestra fe.
Puede ser que el viacrucis hoy nos parezca un ejercicio reducido a la gente mayor de las parroquias o a cofradías y grandes procesiones penitenciales. Pero, en realidad, también en 2024, es una invitación sencilla a caer en la cuenta de cuánto amor fue donado por nosotros. Y también a hacernos conscientes de que, si dejamos que el Señor entre dentro de nosotros, puede transformar toda nuestra vida. En definitiva, a hacernos conscientes de que ser cristiano también es aprender su modo de llevar la dificultad y el sufrimiento que toda vida comporta y soporta.