Estos días la actualidad deportiva está agitada por las consecuencias del VAR en la última jornada de liga. Y es que llueve sobre mojado para los árbitros en España, algo ya de por sí movido con el escándalo del caso Negreira. Eventos que, más allá de la polémica, sirven para dar que hablar y distraernos de los problemas reales de nuestro país, no lo olvidemos.
Sin embargo, hay dos aspectos que estas polémicas arbitrales parecen evidenciar. La primera es la dificultad que tenemos para ver percibir el mundo con objetividad. Arbitre el mejor árbitro del mundo, un aficionado en una liga escolar o el VAR con la tecnología más avanzada, la realidad siempre nos va proveer de espacios donde todo se vuelve interpretable. No significa que no haya una verdad ni unos hechos objetivos, sino que estamos condicionados por nuestros afectos, que son capaces de mover –e incluso cegar– nuestro juicio y nuestra idea de justicia, siempre adecuándose a nuestro punto de vista.
Y en segundo lugar, que por muy controlada que creamos que esté la realidad y por muchas cámaras que pongamos, siempre existe un espacio para el misterio del no saber, pues hay algo que nunca podremos controlar. Y es en este punto donde nos la jugamos, en nuestra capacidad de sobreponernos a la incertidumbre y poder seguir avanzando. Es así como se ganan los partidos.
El deporte es deporte, pero también escuela de vida, y ojalá seamos conscientes de la influencia de nuestros afectos y, sobre todo, de la importancia de aprender a perder y a ganar, aunque el árbitro y el marcador se pongan en contra. Porque la vida es más que un deporte donde protestar, en ocasiones, no sirve para mucho.