Vivimos unos tiempos en los que todo parece difícil. Sea por la velocidad de las comunicaciones, por su acceso universal, por la sobrexposición mediática, o por otras muchas razones, lo cierto es que los líderes de todos los ámbitos parecen ir cayendo uno tras otro, si que parezca que pueda quedar títere con cabeza. Esto nos hace desconfiar ya no de todas las instituciones, sino también de las personas.

En la que podríamos denominar “la gran caída de esta semana”, el político Íñigo Errejón decía haber llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona. Algo, execrable, condenable y bajo ningún concepto excusable, pero tristemente una realidad mucho más común de la que pudiera parecer.

El mundo de las redes sociales, los teléfonos, los mensajes temporales y los historiales de búsqueda, ha acentuado algo tan peligroso como las partes oscuras de las personas. Aquellas que parecen ser controlables, pero que se van volviendo un caballo desbocado en el interior de quien no quiere o no puede poner luz en ellas. Aquellas que hacen vivir sin saber quien es uno, hasta que ya es demasiado tarde. Aquellas que son capaces de terminar con una relación, una opción de vida, o un proyecto de años, de un plumazo.

De todo ello nos advertía ya San Pablo cuando decía que hacía el mal que no quería y no era capaz de hacer el bien que quería. Pero creo que él lo decía con la humildad de quien conocía la fragilidad de la que estaba hecho, mientras que hoy, nuestra sociedad tecnológica y de inteligencias artificiales parece impulsarnos a creer que el personaje y la persona, pueden subsistir en un mismo individuo.

Por tanto, todas estas caídas deben hacernos conscientes de la dificultad de los tiempos en los que vivimos. Y, lejos de convertirnos en rígidos jueces morales, deberían hacernos más conscientes de nuestra fragilidad, más vigilantes, y a confiar más en Dios que en nosotros mismos.

Te puede interesar