Veía un vídeo en el que un joven visitaba la casa de sus abuelos en el pueblo, después de su fallecimiento. Se trata de una experiencia común para muchas personas que experimentan como si sus orígenes o gran parte de su historia, comenzaran a emborronarse tanto por la falta de los seres queridos como por un ritmo de vida que les impide habitar en el lugar que les dice tanto y que amenaza con volverse ajeno para la siguiente generación.
Creo que la era de los cambios vertiginosos que estamos experimentando desde hace décadas, con todos sus beneficios, nos está arrebatando algo muy importante como son las raíces profundas. Aquellos que hemos nacido en la llamada España vaciada, lo entendemos bien. Puesto que, poder vivir en nuestra tierra parece un sueño tan inalcanzable como la supervivencia de todo aquello que hemos conocido y que nos ha hecho ser quien somos.
Salvadas las distancias, experimento algo parecido en lo que a la vivencia de fe se refiere. Soy testigo de que muchas personas desearían poder creer, pero el tipo de vida en el que se encuentran sumidos les impide poder hacerlo. Muchas personas miran hoy con ojos de nostalgia a la fe que sostuvo a sus antepasados, pero no son capaces de abrazarla porque parece pertenecer a otro tiempo en el que las cosas eran, si no más fáciles, más naturales.
Siendo cierto que nunca fue sencillo creer y que la fe siempre implicó una lucha contracorriente, no podemos negar que la sociedad que estamos construyendo (o que se construye a ritmo vertiginoso a nuestras espaldas) no propicia ni el encuentro con Dios ni la vivencia comunitaria de la fe.
Por eso, tal y como decía Santa Teresa «en estos tiempos recios son necesarios amigos fuertes de Dios». Personas dispuestas a luchar y a creer que nuestro anuncio no se corresponde con la nostalgia de otro tiempo. Sino que se trata de un mensaje tan potente, que ninguna cultura es capaz de contener (y mucho menos la nuestra). Y, a la vez de tratar de ser críticos con todo aquello a lo que nos hemos acomodado y amoldado, y que impide que seamos aquellos místicos de los que hablaba Karl Rahner, cuando pensaba en los cristianos del futuro.