El pasado octubre me apunté a aprender a bailar bulerías, el palo flamenco típico de mi tierra, Jerez de la Frontera. Aprender a bailarlas era una asignatura que yo tenía pendiente desde hacía muchos años. Mientras simultaneaba cruzar los dedos (para que las restricciones de la pandemia no suspendieran las clases) con el 1, 2, 3… 4, 5 ,6… que marca el compás de este baile, las clases de bulerías me han enseñado mucho más que a bailar. Me explico.
No soy una superdotada para el baile. Además, mi timidez y mi inseguridad no me dejan «lucirme» como me gustaría. Me cuesta llevar el ritmo porque, mientras mi cuerpo me pide dejarme llevar por las palmas y el cante, mi mente me dice que debo ajustarme a los pasos como la ‘x’ se ajusta a una ecuación, que me fije en las que lo hacen bien y, concretamente, que no me emocione, que me corte un poco. Yo termino por hacerle caso a la mente, y ando pendiente de seguir los pasos de las que en clase bailan mejor que yo (o creo que bailan mejor que yo), sin atreverme a escucharme a mí misma. Al final, ni bailo como las otras ni como siento que quiero bailar. En fin, la vida misma, ¿no?
Con el paso de los meses, he aprendido a silenciar un poco a mi cabeza sabelotodo y a atreverme a ser más yo mientras bailo. Aunque me equivoque, aunque me vaya de compás, aunque la gente «se recoja» hacia la derecha y yo lo haga hacia la izquierda. Como dice mi profesor, lo importante es salir a bailar, dejar el «no» a un lado y, si no sale, parar, respirar, recordar qué recursos tengo y salir adelante con gracia. Al final, el haberlo intentado compensa la técnica que falta.
Pero hay otra cosa más que he aprendido con las bulerías: cómo usar las emociones que llevo dentro. Las bulerías requieren una actitud determinada, concretamente, requieren genio. En mi tierra, el genio está muy vinculado con el temperamento, el talante, la entraña, el duende y, en ocasiones, con el mal humor. Cuando alguien, de repente, tiene un arranque de carácter, decimos: «¡ojú, qué genio tiene!». El genio es algo que uno tiene que sacar fuera porque, si se queda dentro, se convierte en algo más tóxico.
Las bulerías me han ayudado a sacar ese genio. Cuando sales a bailar, el cante ya te conecta con una parte de dentro que pide salir. Es un intento de situarte tú en el mapa, de decir «aquí estoy yo, esto es lo que siento y lo que quiero decir». Pero no lo saques de cualquier manera. No uses estridencias, ni exageraciones ni desbordamientos. Eso deforma el baile. En cuanto escuchas lo que dentro de ti se cuece, sabes con qué pasos expresarlo, con qué gesto adecuado mostrarlo en tu cara, con qué movimiento de manos y brazos contarlo. Por eso uno no sale a bailar nada más escuchar palmas. Uno se prepara, coge el compás, se deja sentir por dentro y luego se arranca.
Tener genio no es malo. Lo malo es no sacarlo o sacarlo mal. Y eso requiere una escucha de uno mismo, un encajar «lo que bulle dentro» con lo que quieres expresar y cómo lo quieres expresar. Requiere una «toma de compás» para un marcaje de pasos adecuados. Así el otro puede entender, puede ponerse en tu sintonía o al menos puede quedarse a escucharte sin necesidad de salir corriendo. Y, como en las bulerías, requiere ponerle un buen fin. Con arte, con gracia y, sobre todo, con la firmeza de quien sabe cómo acabar lo que es necesario que acabe ya.