(Amanecer) Herodes está hecho una furia. Nadie se atreve a acercarse a él, desde que los que miran las estrellas le dijeron que había nacido un rey en los alrededores de Jerusalén. «¡Yo soy el rey!» rugió, irritado. Todos sus intentos para descubrir a ese hijo de las estrellas han sido infructuosos, y esta mañana ha decidido cortar por lo sano. «Si no puedo deshacerme de uno, acabaré con todos».

(Mediodía) Hilel no está nada contento con el encargo de hoy. Ser parte de la guardia de Jerusalén es cómodo en tiempos de paz. Comes bien, bebes mucho, duermes caliente, y de vez en cuando hasta es fácil encontrar compañía femenina. Solo hay que controlar el orden, y en ocasiones dar una paliza a algún alborotador. Pero nada te prepara para matar recién nacidos. Esa es la orden que han recibido. Todos están incómodos con algo así. Pero nadie se atreve a plantarse. Es fácil ser fanfarrón en las tabernas, y contra los débiles. Pero alzar la voz contra un rey requiere una valentía que –ahora comprende– a él le falta. Piensa, avergonzado, mientras se adentra en las calles de Belén, una de las aldeas por las que se están desplegando los soldados de Herodes.

(Tarde) Raquel acuna al recién nacido, Benjamín. Así lo han llamado en honor de aquellos patriarcas del pueblo. El niño dormita tras haber comido, una vez más, y ella se siente dichosa. Lo ve tan inocente, tan frágil y tan plácido a la vez… La quietud es interrumpida por un griterío estridente. Se mezclan alaridos de mujeres, gritos de dolor y otros que parecen de furia. Raquel se sobresalta al notar que las voces están cerca. No llega a asomarse a la puerta cuando entra un soldado. En su mano lleva una daga. Raquel grita al ver la sangre reciente en el arma. El soldado la mira, y luego mira al niño que reposa en sus brazos. En esos ojos la joven no ve furia, sino vergüenza. En un instante comprende, y aunque hace el intento de volverse para alejar al bebé de este hombre, es demasiado tarde.

(Noche) Solo se oyen llantos en las aldeas vecinas a Jerusalén. Un aullido doloroso, como un coro desgarrado que alzase al cielo una plegaria agónica. Es el grito de todos los inocentes de la historia, esta vez en las gargantas agotadas de las madres de Israel. Raquel no deja de llorar mientras abraza, desolada, el cuerpo del pequeño Benjamín. En una taberna, Hilel apura un vaso tras otro de mal vino. Ojalá el alcohol le ayude a olvidar. En la ciudad Herodes sonríe, satisfecho. En los caminos, ya lejos, un hombre, una mujer y un bebé emprenden el camino del exilio. Nadie diría que en ellos recae la esperanza de que, algún día, todas las víctimas inocentes sean reivindicadas.

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