Desde lo alto de la Torre de los Rebaños, Isacio observaba el campo con la firme convicción de que aquel sería un gran año. Veinticuatro días antes, el Cielo les había recompensado con un nuevo cordero, el cual sería ofrecido al Todopoderoso en el templo de Jerusalén. ¡Qué honor y qué responsabilidad servir cual hijo de la tribu de Leví!

Mientras recordaba cómo habían envuelto a la cría utilizando viejas ropas sacerdotales, Isacio distinguió una extraña luz en el firmamento, por lo que decidió agudizar los sentidos. Al ver que esta se aproximaba, el joven echó mano de su honda mientras sus primos, Jacobo y Josefo, descansaban junto a las ovejas.

Cuando la luz hubo descendido a la altura de la atalaya, Isacio ya se encontraba en la hierba, avisando a sus parientes para que despertaran.

Nada más abrir los ojos, estos contemplaron un perfil que los dejó sin aliento. Era un ángel del Señor que, con voz clara y dulcísima, les anunciaba el Nacimiento del Mesías en la ciudad de David. A continuación, un coro celestial descendió sobre ellos y comenzó a alabar a Dios.

Raudos, los tres muchachos emprendieron el camino hacia Belén siguiendo las instrucciones del mensajero y portando regalos para el recién nacido; entre otros, el cordero que con tanto mimo llevaban semanas custodiando.

Al llegar al lugar donde se encontraba el Mesías, Isacio reparó en su sencilla túnica cubierta de piel de camello, y pensó que unos pobres pastores no eran dignos de presentarse ante el Salvador.

Sin embargo, antes de que se plantearan marcharse, un hombre barbado y de aspecto afable salió a su encuentro y, sin más preámbulos que una sonrisa, les invitó a pasar al interior de la cueva. Allí, los tres hallaron a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre a quien su madre, una joven de tez morena y expresión radiante, miraba con delectación.

 

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