Uno de los lugares más emblemáticos de la isla del Hierro es la Dehesa del Sabinar, un bosquete abierto de sabinas retorcidas por el ímpetu de los vientos alisios. Las caprichosas y extrañas formas de estos árboles han pasado a formar parte del imaginario herreño y son uno de los símbolos más característicos de la isla.
Plantas de aspecto similar aparecen allí donde hay fuertes corrientes de aire. Se trata del curioso fenómeno de los “árboles bandera”. El viento constante, la sequedad del ambiente y la abrasión producida por el salitre o la arena que golpea regularmente una cara de árbol hacen que su aspecto resulte fantasmagórico: seco por un lado, vivo por otro.
Estas plantas crecen muy lentamente, adoptando formas insólitas, inclinadas, casi imposibles. Desequilibradas y retorcidas, parecen desafiar las leyes del crecimiento vegetal. Esta es quizás la principal razón por la que resultan tan atrayentes. Como sucede con el fuego, cuanto más se contemplan, más detalles se descubren y más cautivado queda el observador en su propia contemplación.

En la liturgia del Viernes Santo los árboles bandera recuerdan aquel momento en que se descubre progresivamente a Cristo clavado en la cruz mientras se canta: “Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”. Cristo crucificado en lo alto del Gólgota se presenta como un árbol expuesto a los elementos, a la soledad del frío y de la lluvia, a la inclemencia del sol y del viento. El árbol de la cruz muestra una cara desfigurada y retorcida, Jesús muerto y crucificado, tras la que se esconde otra viva, Cristo resucitado. Y ambas conviven, de forma paradójica.

La historia de la salvación transcurre entre dos árboles: el árbol del conocimiento del bien y del mal—que condujo a la perdición de Adán y Eva y a su expulsión del jardín del Edén—y el árbol de la cruz—que mostró a la humanidad el camino de la salvación, el regreso al jardín—.
Para el cristiano, el árbol de la cruz, a pesar de su horrible y deformado aspecto es fuente de vida, no de muerte. El árbol de la vida, otro poderoso símbolo que aparece en muchas religiones, se asocia aquí con la cruz, el madero donde estuvo colgada la salvación del mundo.
Aunque, ya desde el inicio, Jesús es presentado como un “árbol bandera”: verde, pero rodeado de ramas secas y retorcidas. Como afirma Simeón en su presentación en Jerusalén: “Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones”.
Jesús será la bandera disputada por partidarios y detractores. Para unos, verde, auténtico y vivo; para otros, seco, falso y muerto.
Contemplar a Jesús es contemplar la constante acción del viento del Espíritu de principio a fin, del nacimiento a la muerte, de Belén al huerto de Getsemaní. El misterio que celebramos durante la Pascua—la muerte y resurrección de Jesús—y el que celebramos en Navidad—la visitación y encarnación de Dios en el mundo—no son más que un único y mismo misterio, el del Dios creador, encarnado, muerto y resucitado. Son las dos caras de una única historia en la que muerte y vida se entretejen y confunden: la historia de la salvación.

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