Sabemos de sobra que las estaciones se suceden cada año. Otoño, invierno, primavera y verano. Ocurre parecido con la vida de Jesús, sabemos perfectamente cuál es la secuencia de su vida. Estos días, vivimos con honda alegría que Jesús ha resucitado a la vida. ¡Y debemos estar enormemente alegres por ello!
A mí siempre me ha dado que pensar el paso de la muerte a la vida de Jesús. Estos días, en los que he podido contemplar como la secuencia de la naturaleza seguía su curso, me planteaba varias cuestiones.
El paso de la muerte a la vida de Cristo me recordaba al paso del invierno a la primavera. Cuando los apóstoles sienten que no hay esperanza y observan a su árbol muerto, no caen en la cuenta de que ese árbol, sin hojas, por dentro sigue conteniendo mucha vida. Poco a poco, Jesús se va apareciendo a sus discípulos, al principio incrédulos, que no entienden que en ese árbol que miraban, las yemas de la Resurrección comienzan a germinar.
Jesús decide seguir dándose como vida y todo él se transforma en un árbol lleno de flores y hojas verdes que no marchita nunca. Un árbol que ahora si, los discípulos contemplan como ese árbol de la vida que Dios puso en el medio del paraíso, pero con la certeza de que comiendo de sus frutos, lo que Dios les da es una nueva vida que se abre camino en su interior, alejada de la soledad, el frío invierno y de la desesperanza.
En estos días de Tiempo Pascual, seguimos recordando y contemplando que el Cristo que se apareció a los apóstoles y a los que dio su soplo de vida, sigue con sus raíces anclado en nuestra vida, en nuestro mundo, en nuestro hoy. Que no estamos privados de contemplar sus flores y comer sus frutos. Que es un árbol que se nos muestra tal y como es, sin engaños y sin promesas falsas. Un árbol que alberga la encarnación de Dios, que todo él es Dios y que nos ofrece su sombra para poder descansar en nuestros días más duros, sus frutos como fuente de alimento que da las fuerzas que nunca flaquean, sus raíces que nos confirman que siempre va a permanecer y toda una vida que gira a su alrededor, de la cual formamos parte y de la que nos sabemos únicos. Sin olvidar el Amor, esa savia que corre por dentro del árbol y que lo alimenta, que estuvo cuando el árbol vivió el invierno y que sigue estando ahora que ya es primavera.
¡Contemplemos pues el árbol del Resucitado y agradezcamos a Dios que haya querido enraizarse en cada uno de nosotros para ofrecerse como alimento y poder vivir una vida realmente plena!