Hace unos años falleció mi abuela. Para poneros en contexto, fue una de las personas con más peso en mi vida. Cinco años antes de morir, cayó enferma y se convirtió en esa persona que cuidas con mucho mimo, no se vaya a ir y te deje solo. Porque los pilares fundamentales cuesta que se vayan, a ver con qué sostienes tú si no una casa. Y todos y cada uno de esos días, cuando el susto viene a tu casa y te avisa de que estar aquí es cosa de abrir y cerrar de ojos, sabíamos que podía ser el último pero bien justificado: toda su larga vida pasada, bien vivida y bien amada. A pesar de eso, pensaba en ese último día muchos días antes. Por miedo, quizás, o por saber cómo podría reaccionar. No lo sé. Pero lo pensaba y se me abría el corazón. Y lloraba. Y pensaba que ese día moriría un poco con ella.
Y llegó un día en que tanto ella como su cuerpo dijeron que para qué más, si ya lo había sido todo. Y lloré mucho, pero menos de lo que pensaba. Aunque llorar no signifique nada obligatoriamente, en mi caso siempre supone una manera de vaciarme un poco por dentro. Sin embargo, sentí paz. Fue extraño pero fue así. Y agradecí a Dios de corazón su vida y el regalo que fue tenerla.
Y desde entonces hasta ahora, por todas estas vivencias que se llevan tu vida, la pisotean y te la devuelven arrugada, sucia de barro y polvo, he podido analizar, asumir y respetar las distintas formas de duelo que se adoptan ante la peor de las adversidades.
El duelo se ha llegado a convertir en algo criticable si no se lleva como uno cree que debiera hacerlo. Vivimos en un mundo en el que se vulgarizan los sentimientos tanto que llega un momento en el que todos debemos padecer por igual y en la misma proporción pese a ser diferentes, haber recibido distinta educación y ser incapaces de querer todos por igual (porque eso también es propio de la condición humana). Pero es que el duelo es un mecanismo de defensa del corazón para poder salir a flote. Achicar el agua que nos ahoga por medio de las lágrimas. O tal vez no. Tal vez te bloqueas. Tal vez no reaccionas y prefieres seguir viviendo a la luz del día, porque el dolor lo vives en la intimidad de la noche cuando todos duermen o procuran hacerlo.
El duelo es una de las reacciones más personales e irrefutables que existen. El duelo es la adaptación del alma al cambio. El duelo es supervivencia. Y tal vez una manera de comprender que amar es tan complejo como dejar ir, pero que el amor permanece siempre para mantenernos en pie.