Querido Dios: La última vez que te escribí estaba en el colegio. Era una actividad de clase de religión y fue un poco programado. La verdad es que escribimos más de los que imaginábamos que lo haríamos, teniendo en cuenta que siempre hay suspicaces, perspicaces y gente de poca fe. Cada vez lo somos uno de nosotros, a todos nos tocan las distintas funciones según el momento vital. O no, no lo sé.
La última vez que te escribí no sé qué te diría. Imagino que te pediría cosas, como hacemos siempre los que te acabamos de descubrir y tal vez te agradecería alguna otra, por eso de no hacer mucho alarde de mi mala educación.
Y ahora, que me toca volver a escribirte, ni te pediré nada ni tampoco te agradeceré más de lo que intento hacer por costumbre para destacar todo aquello que la rutina desluce. Imagino que, como el que cuenta al que sabe pero que necesita verbalizar por vaciarse un poco por dentro, solo quiero hablarte de nuestra vulnerabilidad. Y que siempre, no sé bien cómo, tenemos la vida pendiente de algo. De manera literal, muchas veces, o figurada, la mayoría. Nos preocupan tantas cosas porque, en el fondo, nos vemos muy pequeños. La salud se deteriora y con ella la vida se desmenuza. Los padres envejecen y los papeles se cambian cuando, a lo mejor, no te sentías preparado. El trabajo se limita y tienes que buscar otro. O simplemente te limita y tienes que buscar el cómo. Tu pareja te deja y sientes una ruina dentro que todo es desolación. La complicación sobrevenida. La complicación sobrellevada en forma de losa.
Tenemos miedo a perder, a sufrir, a hundirnos. Le tenemos miedo a la vida porque la maldad y el dolor nos abruman. Pensamos tantas y tantas veces en la soledad del que se aparta y es apartado que nos olvidamos de los que nos acogen y nos hacen sentir acogidos (mejor aún, tan difícil). Nos sentimos diminutos, inservibles.
Somos frágiles, eso es verdad. Sin embargo, tenemos más sensación de fragilidad que la que se corresponde con la realidad. Y tal vez no sepamos que tu respaldo es el que necesitamos para ser eternos. Que lo somos, pero tantas veces nos olvidamos que vivimos con la angustia continua de que esto se acaba. Y, por tanto, nos olvidamos de vivir.
Yo siempre he dicho que si de verdad nos creyésemos la vida eterna, los funerales no serían tan tristes. Pero el apego físico, los abrazos, las miradas, la vida humana es lo que conocemos. Y es tan bonita que tenemos ese miedo constante a perderla. Y de alguna manera tenemos que aprender, a tu lado, que nos haces fuertes cuando somos más débiles que nunca. Más humanos. Más reales.
Imagino que es lo bonito: vivir como hombres, con lo bueno y con lo malo, para que, como hombres, podamos apoyarnos en tu divinidad y olvidarnos de lo malo para llevar una vida mejor. Y ser mejores, al fin y al cabo. El motivo de tu existencia.