En tiempos de incertidumbre, cuando nos encontramos frente a frente con el dolor, lo desconocido y la falta de respuestas, el instinto nos repliega. El miedo nos paraliza, no nos deja ver la luz al final del túnel y muchas veces, de forma natural, respondemos con egoísmo, negando, rechazando o queriendo solamente volver a nuestras seguridades.

Por suerte, en otras muchas ocasiones, nos sobreponemos y nos agarramos a la esperanza, reaccionando con creatividad y agradecimiento. Y en estos días, son muchas las muestras y muchos más los gestos que agradecer a tantos y tantas. Hay vecinas ejemplares, artistas en los balcones, personal entregado al servicio público e historias heroicas. Hay plataformas de voluntariado a las que recurrir y desde las que ponernos a disposición.

Pero cuando aterrizamos en lo ordinario, en lo duro del confinamiento, las soledades, las distancias, los silencios, las oscuridades, los miedos… Cuando no hablamos de cifras, sino de nombres y rostros, de nosotros. Ahí es donde nos toca reinventar las formas de sanar, las maneras de estar juntos. Ahí es cuando es más necesario, como reza la oración, «encontrar a Dios». En definitiva: amar.

El amor en los tiempos del coronavirus pasa, primero, por renunciar. Por quedarse en casa para proteger al otro. Y el amor en casa es el de las pequeñas cosas: es leer por enésima vez ese cuento, es preparar su plato preferido, es bailar esa canción, es compartir tareas, es cumplir honradamente, aunque no me vean y avanzar ese trabajo que te mata de pereza, pero sabes que va a aligerar el trabajo de tus compañeros.

Amar entre cuatro paredes es también amarse a uno mismo, que a veces nos perdemos de vista. Parar y mirarnos por dentro, además de por fuera. Es permitirnos llorar y tener miedo, pero también reír. Es dedicar tiempo a ese dolor enquistado, a ese perdón. Es recuperar esa pasión dejada de lado, ponernos con aquel libro que nunca tuvimos tiempo de leer. Es repensar, revisar, desafiarnos y agradecernos.

Pero amar en estos tiempos inciertos es, sobre todo, ser valiente. Que eso no supone –solamente- dejarlo todo y salir corriendo detrás de nuestro sueño. Porque el amor profundo, visceral, radical, no es el de las películas, sino el de la entrega.

Dejarse tocar por Dios y amar, AMAR en mayúsculas, en medio del temor, es tener el coraje de sacar esa conversación. Es levantar el teléfono y hacer esa llamada pendiente. Es asumir debilidades, reconocer sentimientos y aprovechar la intemperie para arriesgar. Es tomar decisiones. Es empezar, retomar, redescubrir y redescubrirse ante Dios.

Es atreverse a propagar el Evangelio –la reconciliación, el perdón, el encuentro, la alegría y la esperanza–, como forma de luchar contra el virus del miedo.

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PastoralSJ
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