Había acabado la II Guerra Mundial. Aliados y soviéticos se repartían el territorio alemán como si fuesen trozos de una tarta. La URSS se quedó con la zona oriental: un territorio arrasado por la guerra, poco mayor que Castilla y León y con apenas 15 millones de habitantes. Así surgía la República Democrática Alemana. Un estado artificial que se convirtió durante 40 años en barrera –y muro– que separaba dos mundos antagónicos, enfrentados el uno con el otro. Los dirigentes de la RDA pronto se obsesionaron con legitimar la existencia de un estado creado de la nada. Idearon un gigantesco sistema de propaganda para demostrar que eran mucho más que un títere de la Unión Soviética. Debían ser el país del socialismo perfecto: todo limpio, todo reluciente. Pura eficacia marxista. Debían convertirse en la mejor imagen del sistema comunista frente al decadente mundo occidental.
Los políticos de la Alemania Oriental pronto se dieron cuenta de que el deporte era una importante arma de propaganda. Los deportistas debían ser la mejor cara de la RDA, fuese al precio que fuese. Aún hoy, casi 30 años después de su desaparición, sus 519 medallas superan con creces las conseguidas por España, apenas 154. Pero el precio a pagar fue demasiado duro. El gobierno, con la colaboración de la policía secreta, la tristemente famosa Stasi, convirtió el dopaje en política de estado. Se distribuyeron medicamentos y anabolizantes a alrededor de 10.000 deportistas de manera masiva, sin tener en cuenta las consecuencias para la salud. Por otra parte, la presión que sufrían los deportistas era enorme. Los éxitos conseguidos fueron tales que todavía quedan marcas sin superar, como el récord de los 400 m, conseguido por Marita Koch (47,60) hace ahora 38 años –el 6 de octubre de 1985– en Camberra.
El dopaje convertía a los atletas en algo que no eran. Productos químicos para aumentar la energía muscular de manera artificial. Pero en ellos podemos ver reflejada una cierta actitud: la de vivir ‘dopados’, sin ser nosotros mismos. Fingir lo que no somos, aparentar lo que no tenemos, forzar actitudes que no son nuestras. Muchas veces lo hacemos con un objetivo bueno: para sentirnos aceptados, para no ser rechazados o para, incluso, intentar ayudar a los demás. Pero dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en la imagen de algo que no somos.
Aceptarnos, querernos y cuidarnos. El plan de Dios para cada uno de nosotros pasa por ahí: por tomar conciencia de lo que somos, aceptarnos como Dios nos ha hecho, sin ninguna necesidad de aparentar algo que no somos. Desdibujados y rotos. Ojalá no dependamos de elementos exteriores para ser nosotros mismos.