La madrugada del 16 de noviembre de 1989 un grupo de hombres armados asesinaba en El Salvador a seis jesuitas españoles y a dos mujeres salvadoreñas a sangre fría. ¿El motivo? Se hicieron voz de los sin voz. Unos años antes, en La Paz, Lluís Espinal sj era secuestrado y asesinado por vivir sabiamente imprudente denunciando las injusticias que oprimían al pueblo de Bolivia. Más recientemente, en 2014, unos nudillos golpeando a una puerta asesinaban en la ciudad de Homs al jesuita holandés Franz Van der Lugt que, al abrir a quien llamaba a su casa, recibió dos balazos. Los mismos disparos que al menos alcanzaron a Isabel Solá, religiosa de Jesús-María, cuando unos desconocidos abrieron fuego contra ella mientras conducía su vehículo en Puerto Príncipe (Haití). Y la lista sigue… Son muchas las personas que dan su vida por el Evangelio o que, sin llegar a la muerte, se comprometen hasta el extremo con las realidades más sufrientes y vulnerables de la vida.

Ante la crisis de la COVID-19, no pocas personas se preguntan en estos días, ¿dónde está la Iglesia? La Iglesia está donde ha estado siempre. Porque, ante la pobreza, la Iglesia permanece. Eso es lo que ha aprendido de María, que se mantiene a los pies de la cruz; aun no pudiendo desclavar a su hijo del madero ni enjugar las lágrimas de su rostro… Porque, seguramente, la urgencia de Jesús no era aquella, sino la de una mirada materna que diese sentido al Misterio que estaba viviendo. Cuando la pobreza y la crisis no son mediáticas, la Iglesia ya está con los pobres, porque la fe que nace de la justicia nos compromete con ellos y nos moviliza a las fronteras.

La Iglesia es también la voz más universal en estos días. Ni Sánchez, Conte, Boris Johnson o Trump consiguen llegar a tantos como lo hace la Iglesia, en la persona del Papa Francisco. Después de las impresionantes imágenes de la bendición Urbi et Orbi, una chica italiana escribía en Twitter: «doy gracias al Papa, como no creyente, porque sé que hoy también ha rezado por mí». Verlo así ha sido potente e importante en este momento. Nadie está alcanzado a hablar más alto, más claro y más de cerca desde que empezó esta crisis. Un lenguaje que muchas veces es austero en palabras y rica en símbolos; como la plaza San Pedro en estos días: tan vacía y, sin embargo, más llena que nunca y donde tantos nos estamos encontrando.

La Iglesia también sale puntualmente a aplaudir a las ocho, está en internet celebrando la Eucaristía para muchos, rezando anónimamente, escuchando a tantos que se sienten solos, repartiendo comida y pensando en cómo adelantarse a las desigualdades que esta crisis va a generar cuando el confinamiento se levante y veamos los estragos que este virus ha dejado en vaciar nuestras calles y detener nuestra vida. También ahí la Iglesia seguirá estando, osada y valiente como tantas otras veces.

Por todo ello, a estas alturas, quizás solo cabe dar una única respuesta. ¿Dónde está la Iglesia? En realidad, la Iglesia nunca se ha ido.

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