Pensaba el otro día que con frecuencia enfrentamos dos realidades, Dios y el mundo. Y optamos por una dejando la otra de lado. Pero solo en Dios el mundo tiene un sentido. Pensamos en el mundo, en la vida de aquí, la que tocamos, con sus alegrías y sinsabores, con sus luces y sombras. El mundo heredado y el que dejaremos en herencia. El mundo de los avances y de las largas tradiciones. El mundo de contrastes, de hombres grandes y pequeños, de santos y pecadores, de amores y desamores, de glorias y fracasos. El mundo donde brilla la luz de Dios, aunque a veces no la vemos, y donde también hay sombras. Ese mundo que parece perdido pero que es rescatado. El mundo que nos hace y el que hacemos. El mundo que nos llena de nostalgia, que nos levanta cada mañana y nos hace pensar que somos eternos. Ese mundo extraño y próximo. Ese mundo que amamos con toda el alma como camino y lugar donde se puede tocar el cielo. El mundo, pero en Dios. El cielo, pero en la tierra.

Pero no es tan nítida la línea que separa a Dios del mundo. Pienso en lo que es de Dios y separo la misa y la oración de mi vida laboral, de mi vida familiar. Es como si tuviera dos vidas. Una en la que Dios es el centro. Ese Dios al que recibo en la eucaristía. El Dios del que hablo. El Dios que me ama cuando guardo silencio. Y luego esa vida mía en la que no entra Dios. Mi mundo del trabajo donde no dejo que hable e intervenga. El mundo de mis relaciones humanas en las que soy yo el que decide.

Separo a Dios de mi vida cuando no me interesa que interfiera en los pasos que doy. Y lo busco en la sacristía cuando siento que sin Él no puedo caminar. Es el peligro de reducir a Dios a una ética de comportamiento.

Dios está en todo lo que hago. No sólo en una parte. Está en mi vida y dentro de cualquiera de mis sueños. Está en mi trabajo, en mi familia, en mi mundo personal, en mi ocio. Mi mirada tiende al infinito. Con Él camino hacia el cielo y Él está presente en cada paso. En mi ocio está Él. En mis diversiones está Él. En mis decisiones está Él. Porque todo le incumbe. Porque nada le es ajeno.

No hay una parte de mí para el mundo y otra parte para Dios. Mi corazón no se puede dividir. Dios y el mundo son las dos caras de la misma moneda. Pienso que en lo más humano está Dios y en lo más sagrado de mi vida está lo más humano. Una armonía que deseamos. Estar en el mundo con raíces hondas. Llevar al mundo la paz recibida en el corazón de la mano de Dios. Contemplativos en acción. Hombres de Dios que aman la tierra. No tenemos un corazón divisible. Es el mismo corazón de barro con ansia de cielo. No podemos refugiarnos en Dios huyendo de los problemas del mundo. Pero sí podemos cargar el corazón en Dios y ser transformados, para salir al encuentro del hombre que sufre.

 

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