A veces me encuentro con personas que afirman que todo aquello de contraponer el espíritu de este mundo a Dios y su reino es una cosa de un pasado que tiene que ver con las ideas de aquellos que pretendían impedir el progreso de las sociedades, amargando así la vida a los demás. Ni que decir tiene que estoy en completo desacuerdo con esta gente y (pese al riesgo de ser tachado de cualquier cosa) creo que un cristiano tiene que renunciar al espíritu de este mundo si es que quiere de verdad encontrar a Dios en la realidad en la que vive. San Pablo lo dice muy claramente cuando afirma: «y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12, 2).

Lo que ocurre es que muchas veces no acabamos de entender qué es el espíritu de este mundo o, quizá peor aún, lo hemos confundido con otras cosas. Y es que, el espíritu de este mundo al que debe renunciar el cristiano no es aquel que nos hace la vida más fácil, o nos ayuda a pasarlo bien o a disfrutar de la vida, sino aquel que nos nubla y nos engaña, mostrándonos una realidad plana, egoísta, desesperanzada y triste en la que poco más se puede hacer que mirar por uno mismo mientras se grita «¡sálvese quien pueda!»

Tristemente, ese espíritu está extendido entre muchos cristianos que no son capaces de ver un rayo de luz y esperanza en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia. Entre aquellos que piensan que todo está perdido y que caminamos hacia un fin sin remedio. Entre los que han perdido la fe en la bondad de las personas y en la posibilidad del perdón como sanación de los conflictos, y por ello se protegen siendo como témpanos de hielo en sus relaciones, cuando no deciden morir matando. En estas, y otras muchas situaciones, nuestra mente se satura y bloquea, haciendo así imposible el descubrimiento de un Dios que actúa de un modo discreto, constante y sorprendente.

Éstas son algunas de las manifestaciones del espíritu de este mundo al que se nos invita no sólo a no amoldarnos, sino a rechazar frontalmente. Porque todas ellas crean un humus o un ambiente en el que es prácticamente imposible encontrar las huellas de la acción de Dios que nos permitan discernir su voluntad en nuestra vida. Se trata de algo difícil, soy consciente, por eso, pensar que podemos hacerlo solos sería precisamente caer en el engaño del espíritu de este mundo. Puesto que una empresa tan grande solo puede llevarse a cabo con la ayuda de Dios y, por supuesto, de los demás.

 

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