En estas últimas semanas, en el mundo del fútbol, se han dado varios episodios de insultos a jugadores, dentro y fuera de los estadios. Algo que no se circunscribe sólo a la liga española, sino que es una enfermedad crónica que afecta al deporte rey y que por desgracia está bastante presente en las categorías inferiores y se extiende hacia otros deportes. Y si somos honestos, debemos reconocer que también se da en la política y en las redes sociales. Es el insulto como forma de dirigirse al personaje público que no te cae bien.
Podremos hablar en algunos casos de racismo y en otros tantos de provocación –que no justifica nada en absoluto–, pero esto es algo aún más profundo y diría que aún más grave. El deporte –y la vida pública– vivido como espectáculo ha creado un particular privilegio en nuestra cultura: el supuesto derecho a insultar. De tal forma que bajo este paradigma puedes dirigirte a cualquier personaje público con un tono denigrante, olvidando que por mucho que gane, por muy conocido que sea o por muy mal que te caiga, es una persona igual que el resto, tiene su dignidad y merece un respeto como tal. Es decir, ser alguien público no te convierte en un objeto y ser consumidor no te da ningún derecho a insultar.
La mala educación no es algo nuevo y, por desgracia, muchos seguirán yendo al estadio a despacharse con total impunidad, cierto, pero también debemos aspirar a una sociedad donde el respeto al prójimo se viva como una norma, porque el deporte, aunque se convierta en un espectáculo, es una escuela de vida –especialmente para los más pequeños– y es real, y por tanto las palabras pueden dañar.
En el fondo está en juego el modo de dialogar y de tratarnos los unos a los otros como sociedad, y aquí parece que vamos perdiendo por goleada.