La mayor responsabilidad de nuestros gobernantes es decidir. Cuando los tiempos son fáciles y cuando vienen mal dadas. Claro que tienen que hacerlo en función de los datos y de la realidad, nunca a su antojo. Claro que tienen que intentar sopesar los costes de todo tipo que sus decisiones van a tener para los ciudadanos. Pero, en definitiva, son ellos los que tienen que decidir. En un Estado de ciudadanos libres, iguales y adultos las decisiones tienen que estar fundamentadas en una información que ha de ser compartida con todos aquellos a quienes dicha decisión va a afectar, lo contrario es caer en una concepción partenalista del poder un tanto anacrónica. Puede que muchos no entiendan e incluso no compartan una decisión, pero al menos comprobarán la valentía de sus gobernantes. Por supuesto que se les puede (y debe) pedir responsabilidad y colaboración a los ciudadanos, quienes deberán, desde su esfera de autonomía, contribuir al bien común. Pero si los gobernantes no deciden, será construir la casa por el tejado.

Quizá hemos vivido años en los que la política ha sido un trampolín de autopromoción personal y un oficio para quienes por aptitudes o actitudes no son capaces o no han estado dispuestos a formarse y luchar por un puesto de trabajo en la empresa privada. Muchos han hecho de un servicio una forma de ganarse la vida. Con esto no digo que no haya que remunerar a nuestros políticos. Al contrario, quizá debería haber menos representantes y mejor pagados. Así la política sería atractiva para personas mejor cualificadas que optan a mejores salarios en otros sectores. Ahora, cuando vienen tiempos de incertidumbre y confusión empezamos a ver las grietas de una política que hemos ignorado porque quizá personalmente nos iban las cosas bien. ¿Cambiará esta situación que estamos viviendo nuestra manera de concebir y vivir el compromiso político?

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