A mí de da cierta grima, supongo que por eso de pintarse la cara o porque nunca me ha gustado disfrazarme. Entre el cine, la publicidad y las campañas en los colegios, muchos tenemos que resignarnos a que se trata de algo más que puro marketing anglosajón. Y es que poco a poco toca asumir que esto de Halloween ya es una batalla perdida.

Sin caer en extremismos, este fenómeno habla de uno de los problemas que tenemos como cultura: nos da miedo –por no decir pánico– hablar de la muerte, sabiendo que es una de las pocas certezas que poseemos. Preferimos ridiculizarlo, negarlo o quedarnos en el chiste fácil antes que reconocer que es una parte de nuestra vida que no podemos ignorar. Y es cuestión de tiempo, siempre acaba por llegar, en ocasiones de una manera inesperada. Será un abuelo, un amigo, un compañero o un padre, pero en algún momento estaremos en un abismo en el que no valdrán las máscaras de Joker ni las calabazas llenas de telarañas, necesitaremos promesas de esperanza y respuestas que nos den algo de luz y paz en el vacío de una dolorosa ausencia.

La fiesta de los santos y los difuntos no es una reliquia del pasado ni un negocio de floristerías, es la oportunidad que tenemos la mayoría de las personas de preguntarnos qué significa para nosotros la muerte y cómo le queremos dar respuesta. Es el momento de recordar de forma agradecida a todos los que nos precedieron y de preguntarnos una vez al año cómo queremos vivir.

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