Todavía recuerdo lo bien que me sonaba tener quince días de parón en el colegio. Marzo no es un buen mes para el pastoralista de colegio, toca Pascua, empezar a pensar en el verano, hay evaluaciones… El curso empieza a coger velocidad y antes de que nos demos cuenta lo hemos acabado. O eso pensábamos el año pasado. Una semana antes de que comenzara el confinamiento total en España, estábamos reunidos los pastoralistas de varios colegios de la zona en Pamplona. Y todos coincidíamos, viendo las noticias que llegaban de Italia, que no estaría mal un parón, entre risas.

Ese fin de semana tocaba, además, la primera Javierada y las preocupaciones eran hacer la compra, encontrar la bombona de butano, contar los tranchetes de queso y garantizar que los más pequeños llevaran gorro y guantes. Que hubiera delantales suficientes en cocina y tener claro quién iba a por el pan.

Pero la primera vez que me hice consciente de que lo que venía podía ser un poco serio fue ahí mismo. Cuando, preparando la gran misa de la Javierada, en la explanada frente al castillo de Javier, se nos acercó la Cruz Roja y nos pidió que a todos los sacerdotes que fueran a repartir la comunión se les lavara previamente las manos con alcohol y que evitáramos el rito de la paz. Sonaba exagerado entonces ¿cómo iba a haber llegado, sin darnos cuenta, un virus desde Wuhan hasta el último rincón de Navarra, al pueblo más pequeño?

Faltaban apenas cinco días para encerrarnos en casa, y aquella mañana fueron unas 5000 personas en la misa, bien juntos, ni una mascarilla y apenas un poco de alcohol en las manos de los sacerdotes que repartían la comunión. Aunque el arzobispo evitó la invitación a darse la paz, muchos lo hicieron, casi molestos por obviar ese gesto fraterno.

Visto con la perspectiva de un año suena a locura, a riesgo innecesario, a imprudencia. A veces pienso que dentro de diez años nos tacharán de locos por haber seguido adelante. ¿Pero quién iba a saberlo entonces? El coronavirus era poco más que una broma. El nuevo virus no iba a saltar de la pantalla a la realidad. No a la nuestra.

Este ha sido mi gran aprendizaje de este año. Que pasar de cero a cien y de cien a cero no es tan difícil, no hay tantas cosas inamovibles como parece a veces. Y que es un error intentar juzgarnos con la perspectiva del tiempo, cuando ya tenemos más información y juicio. Es evidente que entonces no lo hicimos bien. Pero sí hicimos lo que entonces sabíamos. Esta es una lectura del pasado quizás más conformista, menos estridente, pero también más honesta. Más consciente de que la vida es camino que no conocemos y que echar la vista atrás debe tener más de ejercicio de misericordia que de juicio inquisitorial. Si no, no aprenderemos, sino que nos culparemos. Ojalá aprendamos a vivir con la humildad de quien se sabe falto de certezas, pero sigue caminando, consciente de sus errores, sin conformarse a ellos, sin dejarse paralizar por ellos.

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