En estos tiempos (como en otros) conviene arriesgarse a hablar de Dios. Me fijo en san Pablo y su discurso ante la estatua al Dios desconocido en Atenas, presentando a un Dios que habita en los anhelos de sentido. Para captar mejor su arrojo sirve, por ejemplo, imaginarse a uno mismo entrando en una gran librería, poniéndose delante de la estantería de los libros de autoayuda y arrancándose a hablar del sentido verdadero de la vida que se ha descubierto en la fe…

Resulta difícil imaginarse esta escena, posiblemente, por dos razones. Una razón objetiva tiene que ver con el contexto. Los griegos creían en una amalgama de deidades y espíritus y la trascendencia no les era ajena, mientras que hoy esa dimensión aparece más difuminada. La parte subjetiva es que preferimos reservarle un espacio a Dios en nuestra intimidad y, como mucho, hablamos de ello en nuestros grupos y comunidades, pero nos autoimponemos no hablar de Dios en público: por miedo a ser rechazados, por evitar posibles discusiones, porque no nos encasillen o nos exijan un comportamiento ejemplar. Y al final, acabamos escondiendo, incluso, que los domingos vamos a misa.

Que hoy sea más difícil hablar de Dios que en el siglo I es un hecho. Los griegos tenían preguntas y Pablo vino a ofrecerles una respuesta. La impresión hoy es que la gente a nuestro alrededor ni siquiera se ha planteado la pregunta. Para los atenienses era natural la dimensión trascendente de la vida. Pero de muchos hoy se podría decir que no aparece en su ‘mapa’: en la variedad de proyectos y aspiraciones de mucha gente no parece haber lugar para ningún Dios que venga a llenar de sentido. ¿De qué nos sirve, pues, hablar de Él en según qué sitios?

Sin embargo, la indiferencia o la hostilidad de un entorno no tiene por qué implicar autolimitarnos el deseo de compartir la Buena Noticia. Con la fe viene algo del arrojo de san Pablo: hay que salir al mundo a hablar de lo bueno. Probablemente sin grandes discursos ante una estantería, pero sí con el testimonio de nuestra vida que no esconde nada y no tiene miedo a la pregunta curiosa, al comentario jocoso o a la crítica mordaz.

Quien sabe: quizás consigamos plantear la pregunta que aún está por hacerse o señalemos una zona del mapa que está por explorar. Puede, incluso, que ofrezcamos una respuesta cuando muchos prejuicios caigan. Desde luego, pagando el precio a veces de la sorpresa que causamos en los otros. Pero si nos callamos la importancia del nombre de Dios en nuestra vida, ¿quién podrá poner nombre a ese anhelo desconocido?

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