El bautismo es el único sacramento que aparece citado en la confesión de fe nicenoconstantinopolitana, lo que da idea de la importancia fundamental del pórtico a través del cual entramos a la Iglesia y, lo que es todavía más capital, adquirimos la condición de hijos de Dios. El bautismo nos otorga la filiación divina por la que nos hacemos hijos del Padre y hermanos con Cristo: las implicaciones teológicas de ambas expresiones son sustanciales. 

Pero el bautismo no es sólo la vía de acceso al cuerpo místico de Cristo que es su Iglesia, sino el signo visible por el que los pecados quedan redimidos. Es el Espíritu Santo –siguiendo la exhortación de Jesús a Nicodemo de que hay que nacer del agua y del Espíritu– el que borra todas las culpas y sus penas, tanto del pecado original cuanto de los pecados personales cometidos hasta ese momento. San Agustín liga esta remisión de los pecados con la esperanza, la vida eterna y la liberación total: “Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don”. 

¿Y qué significa que sólo reconocemos un solo bautismo? Tiene dos implicaciones. La primera, que lo consideramos un sacramento que imprime carácter, por lo que sólo se puede recibir una sola vez en la vida. Nos apoyamos para ello en la expresión paulina (Ef 4,5) de que hay “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”. Para renovar la gracia conferida en el bautismo está el sacramento de la penitencia; y para avivar la presencia del Espíritu que nos inhabita desde recibir las aguas bautismales, la confirmación. 

Pero además, el único bautismo tiene un acento ecuménico puesto que las principales confesiones cristianas (católicos, ortodoxos, iglesias de la Reforma…) reconocen recíprocamente la validez del sacramento administrado por sus propios ministros. Es bonito por ello pensarnos como hermanos, hijos de un mismo Dios, gracias al bautismo. 

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