Desde sus orígenes, el cristianismo apostó por la bondad de lo material. Mientras otras sectas contemporáneas a él veían con ojos negativos o sospechosos lo que tenía que ver con el cuerpo y con lo físico, los cristianos defendían: «¡la materia es buena!» ¿Cómo no va a serlo, si el mismo centro de nuestra vida, el Hijo de Dios, quiso asumir la condición física de los demás hombres?
El agua es un elemento básico para la vida de todos, porque somos fundamentalmente agua. Físicamente, el agua que salió del costado es el agua que se encuentra en la pleura, junto al corazón. Por eso, cuando en el Alma de Cristo expresamos nuestro deseo de que el agua del costado de Cristo nos lave, no lo hacemos como sádicos puestos debajo de la Cruz, como si quisiéramos mojarnos realmente con lo que cae de Su cuerpo. No es, por tanto, algo que queramos tocar y ver, y dejarnos mojar físicamente. Es el deseo de entrar en comunión con el corazón de Jesús en el momento más doloroso de su vida: su Pasión. Así nos hacemos conscientes de que su muerte nos ha traído la salvación; no sus sufrimientos, como si a más dolor se diese más salvación, sino su amor entregado y atravesado, hasta las últimas consecuencias.
De este modo, cuando pedimos que esa agua nos lave no hacemos sino actualizar lo que ya había dicho Dios por sus profetas: «derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará». Es el amor de Dios, que, con el costado abierto, sigue siendo fuente (nunca mejor dicho) de algo nuevo, renovador y purificador a la vez. Además, la Iglesia vio desde el principio en ese costado abierto el origen de los sacramentos: el Bautismo (por el agua) y la Eucaristía (referencia a la sangre). Ese costado abierto, por tanto, se convierte no sólo en herida desde la que recibir, sino en puerta por la que entrar al corazón de Dios.