Vivimos una época de temores. Tiene su lógica. Somos ricos y nos hemos vuelto avariciosos. Nos asusta tanto perder las cosas que poseemos sin merecerlas que no comprendemos que se pueda vivir sin miedo. Cuando éramos niños, mi hermana y yo teníamos una cometa, pero no era una cometa cualquiera. Era maravillosa. Una cometa china que simulaba un dragón, pensada para volar muy lejos del suelo haciendo ondear en el aire su estela multicolor.
Teníamos miedo de los árboles, de los tendidos eléctricos, de que se rompiese el sedal con el que la manteníamos presa. En realidad teníamos miedo de todo y por eso nunca nos atrevimos a dejar que el hilo se desenrrollase demasiado. Pero un día, en una playa atlántica, durante las mareas vivas del otoño, el viento era tan fuerte y el cielo tan espléndido que nos olvidamos. La cometa subió, subió y subió. El hilo no estaba atado al carrete y nuestro dragón se perdió sobre el océano, arrastrando sin esfuerzo su cadena inútil. Allí nos quedamos los dos, pasmados. Nunca lo habíamos visto volar así.
Me siguen gustando las cometas. He buscado en las tiendas una parecida a aquella para regalársela a mi hija, y al no encontrarla he leído libros para aprender a hacerla yo mismo. Me gusta jugar con la niña. Uno de los últimos juegos que hemos descubierto consiste en caminar de la mano por la calle mientras uno de los dos cierra los ojos y el otro le guía. Yo soy más cauteloso pero ella camina con paso firme, sonriente, apretando los párpados. Incluso se atreve a correr, resplandeciente.
La gente nos mira y seguramente piensa que soy un padre irresponsable. Puede que tengan razón. No me importa.
Cuando encuentre la cometa, o cuando la fabriquemos juntos, le animaré a no temer que vuele tan alto como sea posible.
Somos gente asustada en una época convulsa, pero estamos hechos para otra cosa, para brillar en medio de una creación permanentemente renovada. Y en el fondo, tener miedo o no sólo depende de la firmeza de la mano que nos sostiene mientras caminamos.