Menos mal que llega pronto el viernes; ya no aguanto más las clases, las charlas de mis padres, el rollo del profesor, los mismos planes… Los días se repiten. Uno tras otro, y siempre lo mismo. Dicen que cuando termine los estudios echaré de menos no haberme formado mejor, que el trabajo me pondrá “en mi sitio”, que me arrepentiré del tiempo perdido en tonterías. Pero no me lo creo. Necesito emociones intensas que me hagan sentir que la vida no es tan gris como me la cuentan. Quiero respirar, experimentar esa “sensación de vivir” de las personas valientes que no tienen miedo a nada, atreverme a hacer cosas que a otros les parecen locuras.
Las hice. Caminé por una cuerda floja con los pies descalzos y sin arnés. Fue bestial. Bebí hasta perder el control con gente desconocida. Nunca me había reído tanto, aunque no recuerdo cómo acabó. Grité hasta que me quedé sin voz a través de las ventanas del coche a una velocidad increíble. Me moría de placer.
Pero todo termina. Y “ya no me van las pelis de miedo”. Y la vida sigue su curso imparable. ¿Es que no es posible vivir de emociones fuertes? Lleva tiempo descubrirlas. Pero existen. Lo mejor es que no son de fin de semana sino “para toda la vida”. Me costó encontrarlas, pero ahora no las cambio por nada. Me estimulan pero me dejan en paz. Tampoco éstas las entienden los que me rodean, pero ya me he curtido lo suficiente para saber que es imposible contentar a todo el mundo. Están al alcance de la mano. El bolsillo no se resiente, y con los tiempos que corren no es una razón nada desdeñable.
Me divierte echar horas contemplando qué hay de nuevo en el mundo. Una afición tonta que me ha abierto los ojos a lo desconocido. He descubierto detalles sorprendentes –que la comida no se hace sola sino que tiene unas manos detrás; que hay personas que se miran de reojo para expresarse suavemente el cariño porque no necesitan el aplauso de los demás; que los amigos de verdad no son los que me hacen sentirme bien sino los que me hacen mejor persona…–; he recordado experiencias olvidadas –que mi abuelo se levantaba de madrugada para regar la tierra y ganarse el pan, o que mi hermana me metía su dinero en mi bolsillo cuando me había quedado sin nada–; he visto que hay un Misterio que envuelve la realidad, que la alienta y la sostiene, y eso me anima a tratar de entender de qué va esto de la vida. Creo que hay un Dios esperándome en todas las cosas. No lo comprendo bien, pero mi corazón se acelera sabiendo que en cualquier momento me lo puedo encontrar. Sólo de pensarlo se me pone la adrenalina por las nubes.