Mare nostrum le llamaron los romanos cuando era el centro de una civilización que dio origen a lo que llamamos “occidente”. A sus aguas han mirado generaciones desde las costas españolas a las turcas. También ha sido escenario de batallas y guerras. Serrat le dedicó una preciosa canción cuya melodía nos viene a la cabeza con solo escuchar su nombre: Mediterráneo.
Ahora este legendario mar es un cementerio, de sueños y cadáveres. Esta pasada semana unas mil personas, en dos naufragios, han perdido la vida en sus aguas. El año pasado 3224. Duele cuando la prensa dice que mueren “sin papeles”, “inmigrantes ilegales”, “africanos”. Son mujeres, niñas, hombres, que seguramente con más miedo que otra cosa, se metieron hacinados en barcos pesqueros soñando poder vivir con dignidad al otro lado del mar. Huían de guerras, pobreza, persecución, injusticias, del ISIS… No son personas ricas, como muchas de las que murieron al hundirse el Titanic, y por eso no se harán películas sobre ellas, pero son tan humanas y dignas.
Las migraciones no son una cuestión fácil, pero no podemos dejar que sigan sucediendo estas tragedias. Como el Papa Francisco, todos debemos exigir que se tomen medidas urgentes para que no se repitan. Más allá de políticas de frontera hay que mirar a la persona y exigir que se respeten los derechos humanos, a ambos lados de las fronteras, a ambos lados del mar. Y no podemos olvidar a los muertos. Necesitamos honrarlos, recordarlos, con una oración, un recuerdo, un gesto de dolor y empatía. Son nuestros hermanos, son nuestras hermanas.