Hace unas semanas en Senegal vivimos un nuevo episodio dramático –y son ya incontables– con el naufragio de una patera con cerca de 300 personas a unos pocos metros de la playa de Saint Louis. Pese a encontrarnos a unas horas de distancia nos desplazamos el equipo de la Delegación Diocesana de Migraciones de Senegal, para ayudar en lo que pudiéramos ser útiles.
Al llegar nos dimos cuenta de la cantidad de familias desplazadas en busca de respuestas, de un cuerpo que les permita comenzar el proceso de duelo. Y poco se puede hacer más que escuchar, abrazar o permanecer en silencio haciendo saber que no están solas cuando todo se viene abajo. Porque todo se derrumba cuando entras en ese camión lleno de cuerpos y está ahí tu hermano, cuando tenías que ir con él y te echaste atrás. Cuando está tu hijo. Y cuando no lo está.
Me doy cuenta de cuán anestesiadas estamos de ver estás imágenes. El desprecio por la vida comienza por la indiferencia por la muerte. Es la soledad de las mujeres que acompañan a Jesús hasta la cruz.
El momento es desgarrador. Y pese a todo, la esperanza. La presencia del buen Dios que es también Alá, con diferentes nombres y rostros, a través de tantas personas que se han desvivido para socorrer, acoger, acompañar y dar cariño a aquellas personas rotas por el dolor. La luz de los pequeños milagros, de quien acoge a 15 supervivientes, de quien sin hablar la misma lengua acompaña y cuida, de echar cuentas y que, como si de panes y peces se tratara, se puedan repatriar los cuerpos que hoy ya descansan en sus comunidades.
A Él encomendamos a todas las familias que buscan sin descanso, y a todas aquellas personas que han muerto en el mar de la indiferencia.