Así no. Y da igual que lo hagan gobiernos de derechas o de izquierdas, regionales, nacionales o europeos, de Italia, Francia o España. Lo que estamos viviendo ahora mismo en el Mediterráneo no tiene nombre. El mismo mar que nos dio las raíces de nuestra lengua y de nuestra cultura, el clima y la posibilidad de crear en un lugar privilegiado lo hemos convertido en el símbolo de la vergüenza para todo el mundo. Es la desgracia de los que un día decidieron huir del hambre para vivir como nosotros y cuyo futuro agoniza a la deriva.
Porque puede haber muchos argumentos para levantar muros, controlar fronteras, expedir visados y optar por unas u otras políticas migratorias, para eso está la democracia –que no es lo mismo que la justicia–. Sin embargo, cuando la tragedia llama a la puerta no hay razones que valgan. Si están en juego decenas de vidas las nacionalidades pasan a un segundo plano, pues antes que las banderas están las personas. Y así, en medio del verano, entre turistas y chiringuitos de playa, le toca a Europa decidir con qué humanidad responde ante un drama espantoso a escasos metros de sus costas.
Como europeos somos capaces de hacer grandes cosas, pero no solo no atinamos a la hora de solventar uno de los mayores problemas sociales de nuestro tiempo, sino que miramos para otro lado. El coraje y el entendimiento que tantas veces nos ha caracterizado se ha convertido en egoísmo, silencio y pasividad. En los momentos críticos se demuestra la grandeza de las personas y las naciones, cuando las palabras no cuentan tanto y solo valen los hechos. Pase lo que pase, conviene recordar que cerrar los ojos significa convertirnos en cómplices de una tragedia que sí se puede evitar.