Esta es la distancia al punto más cercano de África desde España. Abre Maps, sitúa tu casa, tu trabajo, la casa de tu familia, de tu mejor amigo… la que quieras. E intenta trazar un círculo de catorce kilómetros alrededor. Piensa qué pasaría si en ese círculo murieran 38 personas. Con violencia desgarradora, con dolor, sin auxilio de quiénes están para servir y proteger. ¿Lo tienes? ¿Tienes las portadas de periódicos, los especiales informativos, las conexiones en directo, las manifestaciones de repulsa, las vigilias de oración, las condenas…?

Es un ejercicio sin más. Pero es real. 38 personas han muerto al otro lado del Mediterráneo, a unos pocos kilómetros de España. Y lo que nos encontramos es su criminalización, el «ya sabían dónde se metían», o el «qué pena, alguien tendría que hacer algo». No hay grandes movilizaciones. No hay duelo. 38 más que se suman a los miles de personas que han convertido, como dijo el Papa Francisco, el Mediterráneo y sus orillas en un cementerio, ante la pasividad y la indiferencia de políticos, ciudadanos e instituciones.

Y sí. Podemos mirar hacia arriba. Hacia los que gestionan las fronteras, hacia las promesas vacías y la indiferencia, cuando no el desprecio, ante tanto dolor y violencia. Podemos condenar a quiénes plantean la retórica de la invasión y el ataque para tapar sus propias vergüenzas. Pero si he empezado con ese pequeño ejercicio es para que no caigas en desviar el problema hacia otros.

Quizás va tocando, en esta sociedad que tan fácil lo tiene para dejarse llevar por las emociones, dejar que nuestras emociones hablen también ante este problema. Ante la realidad de personas que huyen de la guerra, la violencia, el dolor, la falta de futuro para chocar con un muro de violencia, indiferencia, desprecio. De un Occidente más centrado en mantener su posición de privilegio que en saberse parte de un mundo mayor y con otros problemas.

Ojalá nos emocionemos. Ojalá se nos concedan las lágrimas –san Ignacio, nuestro san Ignacio, nos enseña a pedirlas– ante el horror con el que nos hemos acostumbrado a desayunar. Ojalá nuestra respuesta fuera más desde la emoción, las entrañas de misericordia y no desde la racionalidad de las soluciones de salón y los señalamientos de culpabilidades.

Este será el primer paso para que podamos mirar al rostro humano sufriente. Porque hasta que no lo hagamos, no cambiará nada. Una vez que miremos al sufrimiento cara a cara, sin evasiones, sin racionalizaciones, ya no podremos dejar de verlo. Y entonces, actuaremos.

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