Señor, si pienso en este 2020, me vienen a la mente las ingeniosas palabras de Mort Sahl, cuando en unas de sus geniales ocurrencias arengó a la gente a poner una demanda colectiva a Hollywood por habernos «arruinado la vida». Entre mi círculo, muchos hubiesen querido ponerte también a ti una demanda por el mismo motivo, y sus razones son del todo comprensibles: han perdido a algunos de sus seres queridos, han vivido solos los momentos más duros de este año, se vieron obligados a embargar algunos de sus sueños, perdieron toda esperanza de futuro… Y los motivos, lo sabes tú bien, continúan. Y entre las alegaciones a la demanda, no pocos hubieran reclamado tu ausencia: «cuando estábamos en nuestro peor momento, ¿dónde estaba Dios?» ¡Qué lamento tan legítimo! No todos te encontraron».

Un nostálgico como yo, proclive a la ensoñación y al que a veces le gustaría que la vida fuese un poco más parecida a las películas, se hubiese sumado rápidamente a la satírica demanda de Sahl, pero en ningún caso podría sumarme a la impuesta contra ti; porque en tu mensaje no hay engaño: en tu Hijo nos has dicho que la vida no está ausente de cruz y de dolor. Un sufrimiento que tú acompañas, porque antes que nosotros lo has experimentado y por eso quisiste encarnarte. Ante el dolor, tendemos a rebelarnos y apartamos de ti, mientras que tú nos invitas a ponernos detrás de ti como modo para encontrar alivio en nuestro desconsuelo. La última palabra de Dios ante el sufrimiento es Jesús, el resucitado; la vida y la alegría son quienes tienen la última palabra. No está en tu modo de ser jugar con nosotros, ni arrebatarnos arbitrariamente aquello que tú mismo nos has dado, sino conmoverte con nosotros como los padres con sus hijos.

Que en el nuevo año que empieza, Señor, sepamos hallarte y encontrarte en todas las cosas, también –y, sobre todo–, en nuestros momentos más oscuros y que nos alimentemos de ti: el que ya llega para recordarnos que, en un mundo en el que escasean los finales made in Hollywood la esperanza nos la ofreces Tú.

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