En las heridas de nuestro mundo, cuando cada tanto la realidad se nos muestra tan cruda, casi todo nos lleva a pensar que Dios se ha esfumado. Los aplausos enmudecen y el brillo se apaga. Todo lo que se nos hacía divino un momento atrás, parece de repente recogerse de un modo absolutamente inesperado e incomprensible. La fragilidad de la bondad se vende a lo menos deseable de nuestra estirpe y entra en escena un silencio sordo que lo reordena todo.

Cuando la escena es esta, cabe todavía una actitud distinta, profundamente llena de esperanza y a la que nos invita san Ignacio en los Ejercicios: «considerar cómo la divinidad se esconde». Menudo corazón cargado de esperanza. Afirmar algo así es decir que ahí donde todo duele, nuestro Dios permanece. Que cuando todo indica su ausencia, ahí está, sin «abandonar el grupo». Verle escondido en nuestras llagas es confesar su fidelidad. Si está entre las mejillas de Aylan Kurdi, bajo las lonas del Gurugú, repartido por las calles de Bucha, o entre los escombros de Turquía y Siria, ¿dónde no estará?

De miradas así nacen entregas desproporcionadas. Quizá de atreverse a considerar así la vida nazca esta petición: dentro de tus llagas, escóndeme. Quiero yo permanecer también contigo en el dolor. Escondido, sin gestos ampulosos ni falsa teatralidad, como diría Espinal. Tú conmigo, yo contigo.

 

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