Nos estamos acostumbrando a ver el odio como un espectáculo más. Las mediaciones digitales y las manipulaciones ideológicas de turno nos van desvinculando de las verdaderas consecuencias del odio sobre las personas. Se nos va generando una sensibilidad profiláctica, aséptica y disminuida en su capacidad de vivir lo del otro con el otro. Vamos desconociendo la carne de quien sufre por el odio, y nos queda sólo su relato más o menos trágico. Tomamos distancia de los odiados.

¿Será que pensamos que allí donde hay odio no puede estar lo de Dios? Pero lo cierto es que sí está. ¿Dónde? Padeciéndolo. Ese es el misterio de Cristo: un hombre sin maldad que absorbió en su carne la maldad de quienes lo odiaban para liberarlos de ese cáncer mortal y devolverles con su presencia la certeza de que la salud es posible. Es más, sólo hay que desearla.

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