Hace unos días, en una audiencia privada, el papa Francisco respondía a una pregunta sobre el discernimiento vocacional de los jóvenes. «El primero de los criterios es ser normales. Que sepan trabajar, si están estudiando, que sepan estudiar, que tomen con responsabilidad su vida en el momento en que se encuentran», decía. Y el segundo «acompañarlos. En el camino hay tantas sorpresas… Estén atentos a las sorpresas. Hay que ayudarles a mirar a la cara a las sorpresas. Si hay dificultades: resolverlas de frente, a la cara. Ayudarles a alejarse de toda forma de hipocresía. La hipocresía en la Iglesia es una peste: digo una cosa y hago otra. La hipocresía de la mediocridad».

Pero, ¿qué es ser normal? No me voy a meter en el terreno resbaladizo de definir la normalidad… Además, hablando claro, una vocación no deja de ser un hecho que rompe con la cadena causal de los hechos, digamos, normales. Pero la vocación, con todo, es algo ‘normal’, lógico: lo es si uno se toma en serio las cosas en la vida. Si uno no se conforma con las medias tintas. Y, sobre todo, si Dios juega un papel verdaderamente importante. El amor lo da todo y lleva a entregarlo todo. Por eso, si nos relacionamos con un Dios que es amor lo propio es que estemos llamados a darlo todo. Eso es lo normal. 

Pero, ¿cómo estar seguro de esta vocación? Un consejo (que lo dice el papa): dejarse acompañar, lo cual empieza por ser honesto con uno mismo. Para esto hay que tener dos cosas claras. La primera: que una cosa es «lo que uno quiere» y otra cosa es «lo que Dios quiere». El tema pasa por hacerlas coincidir. De ahí, el segundo asunto: no es lo mismo «querer lo que uno quiere» que «querer lo que Dios quiera». Por muy buenas que sean nuestras intenciones, lo primero no deja de ser un ejercicio que muchas veces nos hace vernos con nuestras autosuficiencias, con la competitividad y las falsas proyecciones de uno mismo, lo cual es agotador. Esto tiene que ver con tantas carreras mal elegidas y tantos trabajos que no son coherentes con el sentido que aspira a tener la propia vida.

«Querer lo que Dios quiera» nos puede asustar y remover pero, sin embargo, se relaciona con la mejor versión de uno mismo, con encontrarle un sentido a las dificultades del día a día y con una paz y una alegría de fondo que pocas veces se dan con la primera opción. La clave se encuentra en el servicio. Dios quiere que sirvamos, sin hipocresías; y nosotros, solos, podremos creer que lo que buscamos es servir cuando en realidad también nos buscamos a nosotros mismos: «la hipocresía de la mediocridad».

Lo normal, aunque parezca mentira, no es conformarse con lo mediocre. Lo normal es que queramos devolver lo que hemos recibido. Y hacerlo con pasión. Lo normal es que aspiremos a la felicidad que se nos promete al darlo todo. Y lo normal es que eso empiece por la vida cotidiana, con aquello a lo que se dedica la vida. Y por quién se gasta. Bienaventurados, pues, los normales, porque ellos encontrarán el sentido de sus vidas.

 

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