Recuerdo una anécdota de hace muchos años. Cuando yo era un joven de esos que participan en la pastoral: misas, oraciones en grupo, cantar en el coro, voluntariado con ancianos, confirmación… vamos, una vida entretenida entre Dios, la fe, la familia, los amigos… una vida bastante normal, sin nada más corriente que la misma vida cotidiana. Llegó a mi grupo el primo de un amigo, y soltó así sin más: «estos muy normales no parecen ¿no?» La misma confrontación me la encontré años después siendo novicio de la Compañía de Jesús, cuando recibimos a un jesuita que venía de las altas esferas romanas, con un puesto importante. Uno le preguntó: «nosotros, ¿cómo podemos ser normales?» Respuesta lapidaria: Nosotros no somos normales. Y no sólo vale para los jesuitas, que no somos muy normales, sino creo que podemos aplicar esto a todos los cristianos.

La normalidad es un concepto que anda suelto por nuestros avatares diarios. Se nos insiste una y otra vez, desde las familias hasta nuestro profesores, que seamos normales. ¿Normales? Ser normales puede querer decir ser como el común de los mortales, sin destacar ni por arriba ni por abajo. Más bien alguien sencillito. Pero no es así. La normalidad es ajustarse a algo que uno desea vivir, por naturaleza, por forma, por capacidad. Poder desplegarlo en la vida, eso es lo normal.

Tienen más que ver con fijarse a una norma que ha sido establecida que tener rasgos comunes entre todos. Por eso, cuando aplicamos el concepto a nuestra vida de fe, los cristianos, muy normales, no somos. Si miramos las dinámicas del mundo: alcanzar los primeros puestos, tener éxito y riquezas… y después, mirábamos el evangelio y la vida de Jesús, que es la que debería guiarnos en nuestra vida, pues descubrimos con cierto asombro que si queremos vivir «pastoralmente» muy normales no somos. Pero, ¿de verdad? ¿Normales según quién y qué? Claro, para el mundo, no somos normales. No es normal que un hombre deje todo para meterse en una orden religiosa. No es normal, que una mujer renuncie a tener hijos para entrar en un monasterio. Normal no es. Tampoco es normal, hoy en día, comprometerse con el para siempre del amor y querer perseverar en un compromiso que uno hace para toda la vida. Se lleva más, según la moda, cambiar frenéticamente buscando el éxtasis de lo novedoso. Eso es más normal.

Sin embargo, los que somos cristianos y nos ponemos al hilo de la vida de Jesús, descubrimos que ahí somos anormales. Que nuestros deseos recibidos a la luz de la Buena Noticia, no siempre nos llenan de fama en nuestro mundo. Es como caminar a contracorriente. Como si en el maratón, nosotros corriéramos en sentido contrario, porque queremos ir con los últimos de la masa para atender al que le cuesta más y el que anda más cansado. O el que entra en el banquete y no elige el primer puesto, sino el segundo o el tercero, porque allí están los que no quieren que se les vea. O los que están en un patio de colegio, y prefieren jugar en el equipo de los peores, para ayudarles a sentirse apoyados y queridos.

Nuestra fe se mueve entre lo normal y lo anormal. Normal, si cogemos el evangelio como hoja de ruta para nuestra vida. Será normal vivir con el deseo profundo de encuentro, de valores cimentados en el amor a Dios y al prójimo, con un deseo de cierta pobreza y humildad. Si, para Dios, somos normales. Pero, a ojos del mundo, probablemente sigamos siendo los anormales, los que van a la contra, los que huelen más a naftalina que ha perfumen, de los caros. No sé vosotros, pero yo quiero ser algo más anormal, a ver si a base de tanta anormalidad mundana, hacemos entender al mundo que hay una Buena Noticia que puede ser normal.

 

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