Interior. Día. Una mujer de 29 años sube al estrado. No sube sola, le acompaña una barriga enorme en la que se desarrolla, en sus últimas fases, un bebé que va a escuchar a su madre ponerle voz a una generación entera: «¿Cómo no envidiar la vida de nuestros padres? ¿Cómo creer en ese progreso en el que ellos confiaban como un horizonte?», se pregunta la embarazadísima Ana Iris Simón.

La autora del superventas Feria participó como invitada en la presentación del Plan 2050 que quiere desarrollar el Gobierno de España. En su discurso, Ana Iris habla del reto demográfico (especialmente rural) y de las necesidades materiales de los jóvenes de hoy.

Los nacidos en los 90 y posteriormente somos los hijos de las Crisis (la de 2008 y la actual). Niños a los que la promesa del progreso se les desvaneció cuando tuvieron que acceder a él. Para nosotros, la vida de nuestros padres es casi un sueño: el trabajo estable y la hipoteca, la posibilidad de tener hijos antes de los 30, etc.

Al contrario que algunas generaciones anteriores, los niños de los 90 echamos en falta (quizá idealizando) algunos elementos de arraigo en nuestras vidas. Una generación que ha nacido sin raíces es una generación que se siente perdida. A la que le prometieron que estudiar era la puerta al desarrollo y que, tras viajar por Europa y el sudeste asiático, se ve encerrada en un piso de alquiler de 50 metros cuadrados en el centro de una gran ciudad, sin mayor horizonte en su vida que mantener un contrato precario que se renueva cada pocos meses, aspirando, –con suerte– a llegar a los 35 con un sueldo suficiente para empezar a pensar en el futuro.

Estoy, quizá, caricaturizando y, seguramente, el análisis es más profundo y multifactorial. Sin embargo, no se puede obviar que la generación que disfrutó del mundo líquido (frente al mundo rígido previo a mayo del 68), nos ha dejado a nosotros un mundo gaseoso, llegando casi a lo plasmático. Y, al contrario que esa generación que nos abrió a los Erasmus y la modernidad, nosotros hemos perdido pie y ya apenas tenemos opción de agarrarnos a un asidero que nos sostenga.

Necesitamos los referentes de los que carecemos. Necesitamos mirar el mundo con más perspectiva que la del presente inmediato, el like fácil y el hashtag de la actualidad de los cinco próximos minutos. Hemos cambiado la memoria por la hemeroteca. Y lo estamos pagando. No debe sorprender que toda una generación (o al menos una parte) quiera recuperar (aunque la pula y la transforme) una cierta tradición que sentimos perdida.

Por otro lado, un país que no valora sus activos, tiene un difícil desarrollo. Acoger a los inmigrantes es una obligación moral; atraerlos por necesidad económica está bastante alejado de lo deseable, sobre todo si lo contraponemos a favorecer que las demás personas desarrollen sus proyectos familiares. No es bueno ni para el país de origen, que se ve privado de su factor humano, indispensable para su propio progreso. Por no hablar de las implicaciones de tipo moral que puede tener ese pensamiento de que necesitamos inmigrantes para pagarnos las pensiones, como si las personas fuésemos mercancía de uso y producción.

La migración obligada (también por motivos económicos) es un drama. No es de recibo perder esto de vista. Los países tienen (tenemos) que aprender a acoger a quienes vienen. Pero, además, los países industrializados tienen (tenemos) que promover políticas para la ayuda al desarrollo de estos otros países.

Un aviso a navegantes (pre y post niños de los 90): existe el peligro cierto de que la falta de unos principios universales sobre los que echar raíces lance a toda una sociedad en brazos de cualquier populismo que prometa seguridades de cartón pluma y trazo grueso. Si es que eso no ha ocurrido ya.

Ana Iris Simón hace el diagnóstico y aporta alguna solución. Pero es entre todos como tenemos que asentar el mundo que queremos. Hay mínimos que podríamos empezar a pactar ya: progreso sostenible, ética de los cuidados y de la acogida, la familia como lugar de desarrollo personal y comunitario…

Para ser una sociedad mejor y para que no tengamos que envidiar a nuestros padres y la vida que ellos llevaron. Para que los niños que ya vienen no se encuentren un páramo sin esperanza.

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