Conducir nunca ha sido algo de mi agrado (siempre he preferido ir de copiloto, mucho más cómoda, por supuesto), pero la vida me ha hecho tener que usar mucho el coche. Conduciendo he aprendido a conocerme un poco más y a conocer al ser humano en general. Bueno, más o menos… Finalmente he llegado a la conclusión de que conducimos como somos.
Circulando por la autopista, junto a tantos coches, descubro, tanto en los demás como en mí: al que, devorado por la impaciencia y la prisa, va adelantando a toda costa, y zigzaguea de un lado a otro porque, como dice el anuncio, «yo lo valgo»; al que se te pone detrás, pegado, pegado, incomodándote para que te eches a un lado y le dejes pasar de una vez, porque estás ahí, molestando; al que, después de haberte echado a un lado, te adelanta mirándote con superioridad, como diciendo «¡qué pintarás tú aquí!»; a los que resoplan porque van detrás de un camión y quieren que, o aligere, o que surja ya la oportunidad de adelantarlo y dejarlo atrás… Están (y estamos) los que se apartan del carril de adelantamiento para dejarte la vía libre y puedas pasar tranquilamente, y los que ni te dejan adelantar, ni te dejan volver al carril de la derecha e incorporarte a la fila con el resto.
¿Y qué hay de las caravanas larguísimas de coches, en la que avanzas lentamente, o no avanzas si quiera? Te pones a pitar como una energúmena, echándole la culpa al de delante, que está como tú… pero es que a alguien hay que echarle la culpa de las desgracias de una. Y las rotondas, y los cruces, y los «ceda el paso» o los «stop»… A veces los respetamos y, otras veces, decidimos que no nos conviene ser tan cumplidos con la norma.
En fin, ir al volante para mí se ha convertido en todo un proceso de análisis y psicoanálisis. Y me gusta. Me gusta pensar que lo que somos no se desprende nunca ni lo más mínimo y diminuto de lo que hacemos. Que las obras hablan más de nosotros que cualquier discurso hecho con las mejores palabras y las mejores intenciones.
Esto me trae a la memoria las palabras del apóstol Santiago: «La fe que no va acompañada de obras, está muerta del todo. Uno dirá: «tú tienes fe, yo tengo obras: muéstrame tu fe sin obras, y yo te mostraré por las obras mi fe»». Así que, a mantenerse alertas y atentos, tanto en el volante como en la vida, porque en lo pequeño y rutinario, ahí se hace real lo que somos.