Hace unas semanas aprobé el carné de conducir. Han sido muchos meses de preparación y práctica en los que ir haciéndome con algo totalmente nuevo, una experiencia que a la vez que me daba miedo me resultaba atractiva. Como cuando te acercas mucho al borde de un acantilado para contemplar mejor el paisaje. Y echando la vista atrás, a estos meses, descubro cómo Dios ha estado presente en este pequeño –o gran– aprendizaje.
Una de las primeras cosas en las que me insistió mi profesor es que debo ser consciente de que yo controlo el coche. No él, ni los que están alrededor. Está en mis manos, en mis pies. A veces nos pasa que nos parece que nos llevan de un sitio para otro, como cuando viajamos en el asiento de atrás, o en un autobús. Sin embargo, en nuestra vida debemos ser conscientes de que nosotros tenemos los controles. Habrá cosas que nos vengan dadas, modos de hacer, direcciones obligatorias o prohibidas. Pero nosotros decidiremos qué hacer conforme vayamos encontrándolas. Mejor no poner excusas. Los mandos están en tus manos.
Lo segundo que me dijo fue que tuviera cuidado con quedarme mirando los retrovisores mucho tiempo. Y a la vez, que no dejara de mirarlos cada cierto tiempo. Al principio parecía casi imposible tener un ojo en cada sitio, pero todo es cuestión de práctica. Mirar atrás, al pasado, puede atraparnos, nos despistamos, queremos tener certezas al 100%… y eso puede ser peligroso, porque dejamos de saber qué tenemos por delante, nuestro presente. De igual modo, no mirar nunca por el retrovisor, perder de vista de dónde venimos puede acabar provocando que se nos eche encima algo de repente, que nos pase por delante y nos paralice. Las miradas al pasado, necesarias, pero breves y con ojo en el presente.
Y es que esto de mirar es lo más esencial al conducir, también al conducirse uno mismo. Mirada larga, amplia, no puesta en lo más inmediato, en lo que tenemos justo ante nosotros, sino un poco más allá, capaces de ver el camino que nos queda, la perspectiva de futuro. Una mirada capaz de abarcar más realidad, que no sea estrecha.
Lo último es cuando te dan la L. Te recuerdan que ya estás aprobado, sí, pero te queda mucho por aprender. Que puede que ya estés listo para ir solo, pero te tienes que seguir sabiendo aprendiz. Capaz de asumir tus fallos y no perder la paciencia cuando empiecen a pitarte al arrancar en el semáforo.