Mientras escuchaba la canción Agárrate a la vida de Atacados, se me ocurrió contarte una historia. Es la mía, pero puede ser la tuya, la de cualquiera. La de quien se propuso exprimir cada instante del día: para convertirse en sostén y pilar de su familia; para saborear las tareas de su profesión con la ambición de llegar a ser lo más en su categoría; para entregarse, sin límite y a cada rato, a la amistad, sin faltar jamás a su cita con esa maravillosa intimidad compartida. Es la historia de quien decidió caminar por esta vida veloz e intensamente, sin dejar ni un resquicio de ella que degustar; compartiendo con los demás cada oportunidad, para que el mañana no pudiera reprocharle el haberse olvidado de amar. ¡Cómo agradecer mejor este regalo divino que es la vida sino entregándonos completamente a otros, en cada uno de los momentos que nos da!

Sin embargo, en medio de esta increíble noria vertiginosa, un día la vida, en seco, te obliga a parar. Y aparece entre las sombras la enfermedad. Abriendo a patadas las celosías de tu hogar, se instala permanentemente en la persona a quien le regalaste sin condición tu libertad para amar, a quien le proclamaste hace años, ante Dios, aquello de «Sí; solo si es contigo, sí…» Y entonces, la enfermedad transforma tu realidad. Y asoman las dudas, y el imaginario y temeroso final. Y la tristeza parece teñir de gris las páginas de un diario con futuro incierto, queriendo apropiarse de tu día a día, de tu fe y de tu felicidad.

Hasta que, de repente, miras alrededor y te das cuenta de la verdad. La enfermedad no es la oscuridad de la vida, sino su ocasión para renovar, para reavivar, para valorar y para adorar… Porque recibes más de lo que alguna vez pudiste imaginar. Recibes de aquellos que, sin conocerte, ofrecen su profesionalidad para curar entre la ternura y la realidad; recibes de aquellos que hacen de la palabra amigo la muestra más sublime de amor sincero; recibes de tus hijos, de familiares, de compañeros… Recibes cientos de «te quiero» que ahogan la pena en esperanza y destierran de una vez el miedo.

Y entre tanto y tanto amor agradecido, es cuando te aferras con fuerza a la mano de quien prometiste un día jamás soltar, y le propones comenzar de nuevo, despacito, sin prisas; pero valientes y sin miedo por este camino pedregoso que también es vida, y es entrega, y es pasión, y es sonrisa.

Escúchame, ¿no es ésta la mejor oportunidad para demostrar que la vida sigue mereciendo ser vivida? ¿Y si la enfermedad no es más que otra manera de abrigarnos de caricias? Transformemos cada instante. Veámosla a través de un caleidoscopio de colores, giremos la realidad (a veces tortuosa) al son de suaves vaivenes y recibamos esta difícil, dura y sorprendente perspectiva con una enorme y jovial sonrisa. ¿No es apetecible? Quizá, esta aventura de la vida solo depende de cómo la recibas. Porque ya Cristo nos invitó a celebrarla en cada paso, en cada travesía, en cada día.

El reto, enorme; la recompensa, aún mayor.

Tararéala conmigo. Agárrate, sea cual sea, a la luz de tu vida.

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