El uso de las redes sociales está trastocando el lenguaje, añadiendo términos nuevos a nuestro vocabulario. Entre ellos está el de hater: persona que, aprovechando el anonimato de las redes, se dedica a criticar a otras personas (especialmente famosas), llegando incluso al insulto y a la humillación.
Hace unos días, un conocido programa de televisión hizo un curioso experimento: citó a algunos haters, les hicieron leer sus mensajes hirientes en voz alta y luego los sentaron frente a ese famoso a quien habían insultado. En ese momento las reacciones fueron variadas: estaba el que decía morirse de la vergüenza; quien comentaba no acordarse de haber escrito eso, o no recordar el motivo por el que lo había escrito; el que, con gesto chulesco, se mantenía en sus trece; quien pedía perdón y mostraba arrepentimiento… e incluso quien quiso hacerse una foto con el famoso a quien había ofendido. Se dio el «te odio, pero, ahora que te tengo enfrente, ya no te odio».
Lo cierto es que, cuando estamos camuflados entre la multitud que habita las redes, es muy fácil «decir lo que se piensa»; no tener pelos en la lengua (o en los dedos que teclean), pero con la cara tapada, escondidos tras un nombre inventado y un tuit. Las redes, especialmente algunas, se han convertido en auténticos campos de batalla donde cada cual está apalancado tras su trinchera, disparando a matar.
El problema es que no tenemos muy claro eso de la libertad de expresión. Claro que es bueno que manifestemos nuestra opinión sobre algo, siempre y cuando esa opinión no falte a la verdad que quiero transmitir ni falte al respeto a la persona a quien me dirijo. El problema es cuando, o no escogemos bien las palabras (creyendo que el insulto hace más contundente nuestra opinión), o lo que no escogemos adecuadamente es el contexto en el que decirlo (¿son las redes un lugar para discutir temas de interés? Y, si no son de interés, ¿para qué discutir?).
Puede ser exceso de aburrimiento, afán de protagonismo, un deseo de que al otro le vaya mal porque a mí me va mal o, simplemente, fastidiar por fastidiar. Lo que sí es verdad es que, cuando nos toca dar la cara y hacernos responsables de lo que hemos dicho, ahí ya no somos tan «valientes».
Asumir lo que se dice es símbolo de integridad. Pero, normalmente, quien lo asume, no ha dicho algo por decirlo. Primero ha reflexionado; segundo, ha elaborado su opinión; tercero, ha buscado las palabras correctas, el tono apropiado y el contexto adecuado; y cuarto, lo expresa a quien se lo tiene que expresar. Y luego, si tiene que disculparse o retractarse, lo hace, porque su intención no es buscar la discordia, sino la unión. Es dejar entrever un poquito de sí mismo, y también adentrarse un poquito en el otro. Estas personas son las que comunican. Luego están los que simplemente «dicen cosas». Los que lanzan palabras a la inmensidad de esa nube cibernética que todo lo acoge y todo lo reparte.
Uno da lo que lleva dentro, y ellos, los haters, son fieles transmisores de eso que practican y los definen: «odiadores». Como si ya no hubiera suficiente odio en el mundo…