Cumples 15 años y eliges si estudias Física y Química o Literatura Universal. Cumples 16 y eliges si te quitas Matemáticas o si estudias Biología. Llegas a los 18 y eliges una carrera universitaria, una universidad y, en muchos casos, también la ciudad en la que vivirás los próximos cuatro o cinco años. Eliges piso o residencia, eliges la ropa que te pones y otro montón de pequeñas decisiones que te van marcando.

Antes de irte hay Elecciones Generales, así que te llegan las papeletas, la tarjeta censal y vas a votar. Eliges un partido, un programa y una ideología. Tomas decisiones.

En la nueva ciudad quizá te toque buscar un trabajo por horas para ayudar en casa a pagar tus gastos. Eliges qué poner en tu CV, eliges a qué entrevista ir o si prefieres dar clases particulares o repartir hamburguesas. Eliges si el tiempo que te queda lo dedicas a sacar dieces o a tirar con algo menos y dedicar más tiempo a tus hobbies. Decisiones pequeñas, que marcan futuros.

En la facultad conoces a alguien y os intercambiáis el Instagram, comienza el cortejo y el baile con las plumas de colores, la primera quedada en grupo, luego a solas, el primer beso y, en según qué casos, también la primera vez. Otro montón de decisiones que, una tras otra, marcarán para siempre tu vida de no-adulto. Porque todos te dicen que no eres adulto. Todavía.

En tercero decides si te vas de Erasmus (o si no te vas). Y decides adónde y con qué objetivo. Y allí decides si te vas para viajar mucho, para salir mucho o para estudiar mucho (y no son excluyentes entre sí). Ahí estás, con 22 años tomando decisiones de adulto. Aunque no todo el mundo te diga que lo eres. Eres joven, chaval/a o estudiante. Pero adulto es otra cosa.

En cuarto buscas prácticas, eliges (si puedes) el campo laboral en el que quieres aprender, buscas la empresa y te preparas una entrevista. Allí te exigen compromiso, puntualidad y esfuerzo. Y empiezan a tratarte como adulto (porque la otra opción es el despido, claro). Tú has tomado decisiones de adulto, pero todavía hay quienes no te tratan así. Con 23 años.

Mientras ocurre todo esto, si eres creyente, llevas una vida espiritual más o menos bien. Vas a la parroquia o a tu centro de formación, a misa los domingos, haces un voluntariado o das una catequesis.

Y ahora las preguntas: ¿Cuántas decisiones importantes en tu vida han tenido que ver con tu fe? ¿Cuántas decisiones has tomado acerca de tu relación con Dios? ¿Y con los demás? ¿Y sobre cómo sales de noche? ¿Y con tu pareja? ¿Vais en serio? ¿Cuánto de en serio? ¿Es una relación para construir un futuro en familia? ¿Has buscado (o te has planteado buscar) acompañamiento en el fracaso –si llegase–? ¿Te has preguntado si tu camino es el familiar u otro? ¿Te has planteado otros caminos? ¿Te comprometes en la asistencia de tu voluntariado? ¿Asumes responsabilidades? ¿Das tu opinión y propones? ¿Respondes cuando te preguntan y proponen? ¿Tienes una lista de prioridades vitales? ¿Las pones en práctica?

Si te has (o te han) hecho estas preguntas y tantas otras, si te preocupas en tomar decisiones bien pensadas, si te tomas la vida en serio, estás siendo adulto. Estás huyendo de los paternalismos. Es tu derecho. Y tu obligación. La vida adulta hace tiempo que te ha llegado y, ya que vamos a tomar decisiones (nos guste o no ya las estamos tomando), al menos que sean conscientes y meditadas. No huyas de eso, porque te acaba pillando.

Y siempre consciente de que cuando tomas decisiones y vives así (aunque te equivoques, que lo harás, como todos) no estás siendo aburrido, ni eres «demasiado joven». Estás viviendo con toda la intensidad posible. Y lo demás son eslóganes vacíos de anuncios de verano.

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