El título de estas líneas lo tomo prestado de un artículo publicado hace muchos años. El título (y el artículo, por supuesto) llegaron en un momento muy oportuno de mi vida, de hecho me ayudó a decantar opciones que me han conducido hasta aquí. Pero no voy a compartir un testimonio de mi biografía, sino a recordar en voz alta el contenido de aquella lectura y a traducirlo para nuestros días.
Sin duda lo que más caracteriza ese largo proceso que llamamos madurar es la toma de decisiones, tener que optar. Desde los pequeños escarceos adolescentes: fumar, salir (más que salir, es entrar, porque nunca parece buena la hora de volver a casa), los amigos, la forma de vestir, enamorarse, el verano, los suspensos… todas esas pequeñas conquistas que nos van indicando que el territorio para nuestras decisiones crece. Decisiones que cuando se producen nos parecen importantísimas, y que la perspectiva del tiempo nos muestra que no eran para tanto. Son «cosas de la edad», que es como decir que le pasa a todos, que forman parte de un crecimiento normal, que por ser tan comunes no nos hacen diferentes, sino más bien nos hacen sentir iguales. Y eso provoca una gran seguridad, ser como todos, no disonar, es muy importante en algunos momentos.
Pero el tiempo pasa, no se detiene. Y las decisiones van creciendo en importancia; especialmente porque comprometen el futuro: estudios, profesión, pareja, vivir como pienso y para ello pensar cómo vivir. Y van surgiendo los dilemas: de las letras no se vive; en música solo triunfan tres; prepara una buena oposición; si no lo intento ahora, ¿cuándo?; tú acaba la carrera y después haces lo que quieras; solo se vive una vez; no dejes pasar tu oportunidad; cuando tenga trabajo entonces… Este sí que se va convirtiendo en un momento crítico, las decisiones que tomemos estarán destinadas a dejarnos tranquilos, a contentar a los que están a nuestro lado, o a dar salida a nuestras convicciones más profundas.
La tentación de este tiempo es querer salvarlo todo. Nos gustaría ser astronautas, funcionarios y rastas caribeños a la vez, nos gustaría que nuestros sueños de éxito, de seguridad y de «ir de alternativos» pudiesen sobrevivir todos juntos. Y sin embargo no es posible. Tan sencillo y tan complicado: no es posible. Así que decídete, no se puede ser todo. Prolongar estos tiempos de vocaciones múltiples sólo sirve para retrasar lo inevitable e impedirnos vivir a fondo las verdaderas opciones. Primero porque no se puede servir a dos señores. No optar, querer mantener todas las puertas abiertas, significa no profundizar en ninguna. Siempre habrá una excusa, santa y convincente, para no comprometerse del todo, para no asumir las consecuencias de los compromisos. Segundo, porque si es cierto que elegir es cerrar opciones, también es cierto que optar significa abrirnos a un nuevo mundo de posibilidades. Nos da miedo perder, pero no podemos olvidar que cuando optamos delante de nosotros se abre un nuevo horizonte que nos espera. Pero que nos espera enteros, no divididos, escindidos. Elegir, optar, no es sencillo pero, o te anticipas, o te llevan. O tomas tú las decisiones (y asumes las consecuencias), o te dejas llevar por las situaciones, y aunque te quedará el consuelo de que siempre podrás echar la culpa a otros de lo que te pasa, no vivirás la experiencia profunda de ejercer la libertad.